sábado, 15 de febrero de 2014

Rutinas



Bajó del coche y entró directo a la pequeña tienda de comestibles de doña Urraca.

Suspiras y miras por la ventana aturdida y desilusionada.

Aquella tarde había decidido declararle mi amor con una carta anónima. O no.

Aquella tiendecita llevaba toda la vida en el barrio. Había sido fundada por la misma doña Urraca, en tiempos de posguerra, cuando era casi una niña.

Los golpes te duelen tremendamente, pero más todavía las últimas palabras con las que te ha amenazado, con las que te ha dejado estupefacta, sin capacidad de reacción.

Tenía que escoger las palabras precisas, para no cometer un error ni una estupidez que lanzase todo a perder. Había que ser un auténtico joyero.

Empezó como una frutería y poco a poco fue añadiendo productos cárnicos, droguería y otros productos que iba lanzando el mercado, hasta completar el pequeño comercio en un minúsculo supermercado donde se podía encontrar de todo y a muy buen precio.

No te atreves a llamar a la policía porque temes que su amenaza se cumpla. Te acurrucas contra la ventana, sentada en el frío suelo, y lloras y suspiras, porque nunca te imaginaste que el hombre de tu vida se pudiera convertir en ese manojo de puñetazos.

Dudé entre verso y prosa, porque en la lírica me manejaba con mayor soltura y las florituras encajaban mucho mejor; pero me decanté por la prosa porque no quería perderla en versículos rimbombantes cuando el mensaje en sí era muy sencillo.

Se quedó viuda cuando frisaba los cuarenta. Dos hijos en edad escolar y un negocio por delante. Con la ayuda de una hermana solterona sacó todo con rectitud, paciencia y éxito: su hijo era médico en un hospital, su hija una famosa jueza y la tienda había perdurado con más ganancias que pérdidas. Le quedaban tres meses para jubilarse.

Queda una hora para que vayas a recoger a la pequeña al cole. No tiene que enterarse de nada. Ahora te maquillarás perfectamente, como siempre, y entre el colorete, las cremas y las gafas de sol disimularás cualquier atisbo de violencia que haya hollado en tu rostro taciturno y miedoso. Y la sonrisa que no falte. Esa sonrisa afectada y diaria.

¿Brevedad o explicación minuciosa? Estoy hecho un lío. Vamos, vamos, ¿no te irás a asustar ahora por esta estupidez? Porque, a fin de cuentas, aquello iba a acaba mal, muy mal. Por eso lo de estupidez. ¿Qué haría cuando recibiera la nota? Seguramente reírse con sonoras carcajadas. Muy argentinas. Y romperla. Eso casi seguro.

Después de comer eran las horas en que casi nadie iba a la tienda; por eso, en sus primeros tiempos, doña Urraba cerraba de tres a cinco, como los cánones mandaban, según decía ella misma. Pero la competencia, siempre la maldita competencia, la había obligado a abrir a esas horas intempestivas en que se duerme la siesta y se hace la digestión de las lentejas, aunque casi nunca entraba nadie. Menos aquella tarde.

Al mal tiempo, buena cara, piensas mientras te plisas la falda y te miras por enésima vez en el espejo del baño. Que nadie sepa nada, que nadie note nada, que nadie tenga motivos para preguntar nada. Y menos la niña. Ya tiene ocho años y puede percatarse de todo. No. Eso nunca. Ella tiene que seguir en su mundo paradisiaco y tú convertir el infierno personal en un arco iris externo. Qué sabe nadie, dice la canción. Pues eso.

“Tanto amor se agrupa en mi costado que, por amar, amo hasta lo que no amo...” Como versión de los versos hernandianos no está mal, pero demasiado cutre. Ella no captaría ni el esfuerzo intelectual ni la belleza del original ni nada. Sería como dar flores a un cerdo, salvando las distancias, por supuesto. Ella no es un cerdo, no. Pero su gusto cultural y literario podría estar a su nivel si se les realizase un estudio a los dos.

Vio cómo aparcaba en doble fila y cómo entraba apresuradamente en la tienda. Era un joven atractivo aunque con barba desaliñada y ojeras profusas. Se fue directo a la zona de bebidas alcohólicas y desde allí echaba ojeadas a doña Urraca, que permanecía imperturbable en su silla tras el mostrador, desde donde observaba todos los pasillos de su tiendecilla. Finalmente, con la mirada baja y las manos temblorosas se acercó con una botella de un buen vino y susurró: “Esto es un atraco, señora.”
En el portal, justo al salir del ascensor, te cruzas con doña Susi, esa cotilla que husmea por las esquinas como una rata en busca de carroña. Ella quiere darte charla, pero la cortas bruscamente con la excusa de que la niña sale y llegarás tarde. Se queda con un palmo de tres narices y su última y apresurada pregunta sólo recibe el portazo de la puerta que da a la calle como respuesta válida. A tomar por culo. Ya estás harta. Quien quiera saber, mierda para él. Bastante tiene una con lo suyo ya...

¡Es tan complicado esto del amor! Debería haber manuales, pero auténticos, no esas pseudoguías que pretenden ofrecer todo un maremágnum de ideas, consejos y planes y al final resulta que se descubre que su autor es un solterón desgraciado o su autora se ha divorciado seis veces.  Pero no nos desviemos del tema. Veamos, un buen comienzo quizá fuese: “Tanto que decirte y en qué pocas palabras se podría resumir. En dos, solamente en dos... ¿Te las imaginas? Es fácil como fácil fue enamorarse...”

Está nervioso porque es la primera vez que comete un atraco. Su pulso tiembla alocadamente mientras grita y pide prisa a doña Urraca, que hace como que no comprende nada. “Un atraco, abuela, un atraco”, insiste. “O me da todo el dinero de la caja o le meto un tiro entre ceja y ceja”, comienza a impacientarse. Esta vez parece ser que la anciana lo entiende y con toda su parsimonia abre la caja.

La niña te besa y se cuelga de tu cuello mientras te cuenta lo mucho que te echó de menos y todo lo que ha hecho hoy en el cole. Su sonrisa y su júbilo son vida y te contagian. De camino a casa os quedáis un rato en el parque, donde juega con sus amiguitas y sus amiguitos también. Y en tanto la madre de uno te cuenta su loco día, tú vas barruntando y perfeccionando el plan que llevas meditando desde hace mucho.

Las cursilerías... ¿están de moda? Es jugársela al todo o nada. Pero a lo mejor ella es más directa y no le gustan las oscuridades ni los juegos de palabras ni la morcillería poética... Da igual, da igual. Lo importante es que sea el corazón quien hable, y que hable directo a su corazón. Si eso ocurre, el mensaje da igual lo empalagoso que esté: cumplirá su función informativa y, ojalá, su función argumentoapelativa.

“¿Estás contando las monedas o qué narices haces con esa pachorra, eh?” En efecto, doña Urraca depositó las monedas en la bolsa que el propio atracador le había entregado una a una, casi acariciándolas o puede que despidiéndose de ellas, cuando la verdad es que algunas no hace ni cuatro horas que habían acabado allí. “¿Ya está?”

Has duchado a la niña y ahora está sentada haciendo deberes. Aprovechas para preparar la cena. Primero la de ella, para que en cuanto acabe sus tareas escolares, cene viendo un rato la tele y luego a dormir, a veces incluso antes de que llegue él. Después, su cena, algo distinto a ti, porque da la casualidad de que esa noche no tienes gana.

“Desde el primer día que te vi ocurrió un flechazo, pues otra explicación no tiene lo que sentí instantáneamente. Comenzó a palpitar más rápido, tal y como haría el de un caballo desbocado o el motor de un Ferrari. Me gustas y siento que eres la mujer de mi vida, la que siempre he estado esperando y que por fin me llegó...”

“¿Lo de la caja fuerte también?” No podía creer lo que estaba escuchando. Esta vieja estaba chalada. O le estaba tomando el pelo. ¿Una caja fuerte allí? Veamos si era así. “Por supuesto, señora, por supuesto”, y se le escapaba una sonrisa avariciosa.

Llega de mal humor, pero tú no le diriges la palabra. Se sienta en la silla y el gruñido que te lanza significa que quiere que le sirvas la cena ya. Sales de la habitación de la niña, donde la estabas arropando, y le pones delante su plato de lentejas, su preferido.

Cuando termino la declaración amorosa, la encierro en un sobre y escribo mi nombre y el número de mi puerta. Salgo al rellano, voy hasta su puerta, le toco el timbre y dejo el sobre encima de la esterilla donde pone “Bienvenidos”. Alea jacta est.

Doña Urraca abrió una estantería frontal y apareció una pequeña caja fuerte. Introdujo la contraseña, giró la ruedecita que chirriaba y se descubrieron varios paquetes de billetes.

“¿Y el vino qué?”, reclama a grito pelado. “¿Me lo sacas o me tengo que comer todo a palo seco?” Obedeces sumisamente y bebe largamente, sin apenas saborearlo.

Paseas nervioso por el pasillo, impaciente. No has oído nada extraño desde detrás de la puerta de tu casa: ni gritos de sorpresa, emoción o enfado. Necesitas su respuesta...

Y de repente le apuntó con un arma que sacó de entre los fajos y le disparó con acierto.

Cuando quiere darse cuenta, agoniza envenado ante ti. Dulce vino, dulce vida.

Tocan el timbre y, atacado por los nervios, descubro por la mirilla que es su marido.