Te recuerdo enclenque y
con unos grandes ojos color castaño que se me quedaban mirando fijamente, tal y
como hace una liebre sorprendida por un coche en mitad de la carretera en una
noche, hipnotizada ante el haz de luz de los faros. Así, siempre observándome
atento, avispado aunque fueses taciturno, te gustaba más oír que hablar, creo
que igual que ahora. Por eso te gustaba tanto escucharme hablar y que te
contase cuentos y batallas. ¿Te acuerdas de aquella vez que te dormiste en el
coche, apoyada tu cabecita en mis piernas mientras yo te relataba la historia
del romano y el león? Tendrías a lo sumo cinco años. Tu padre conducía atento y
tu madre de vez en cuando se giraba y me regalaba una sonrisa complaciente; a
tu lado, tu hermana estaba ensimismada mirando el paisaje a través de las
ventanillas, y la abuela con los ojos entrecerrados murmuraba una oración
posiblemente. Un romano cruzaba un bosque y de pronto oía un gañido
estremecedor. Se acercaba con sigilo hasta el lugar del cual procedía el sonido
lastimero y se encontraba con un león cuya zarpa había caído en un cepo. El
hombre se aproximaba con cuidado y el animal, que al principio recelaba,
comprendía que aquel ser humano, quizá por primera vez en su vida, no pretendía
dañarle. Y así sucedía: el romano lo liberaba y el león se escabullía con una
leve cojera. Algunos años más tarde, el mismo romano era traicionado y
condenado al circo, donde sería devorado por fieras. Allí estaba él, solo, en
medio de aquel círculo arenoso y ante el bramido de una multitud que exigía
diversión y sangre a partes iguales. El romano no temía la muerte: temía la
agonía lenta. Las puertas se abrían y ante él aparecía un león. El animal se
acercaba con cautela y lo estuvo husmeando, mientras la multitud esperaba el momento
decisivo en que el león saltaría sobre el hombre y lo devoraría vivo. Y cuando
el desenlace esperado parecía a punto de acontecer, entonces el león agachaba
la cabeza, como una vez me contaron que le ocurrió al Cid, y lamía
cariñosamente la mano del condenado. La gente no daba crédito y creyeron ser un
mensaje de los dioses: debían ser perdonados el animal y el hombre. Así se
haría. El romano estaba libre de condena y el león volvería a ser liberado en
la selva de la cual había sido capturado. Solamente el romano que tanta suerte
había acumulado en aquel terrorífico momento se percató de la ligera cojera del
león. Entonces tú abrías los ojos y me sonreías y me decías que te había
gustado y volvías a cerrar los ojos y te dormías soñando con romanos y leones.
Me parece que un regalo
que te hicimos la abuela y yo en unos Reyes te marcó mucho, hasta el punto de
que hoy en día todavía lo recuerdas: una libreta, un bolígrafo Bic y un libro
infantil de Enid Blyton. No teníamos mucho dinero por aquel entonces y a todos
los nietos pequeños os regalamos aquello. Supongo que algunos se decepcionarían
y quizá el libro quedó olvidado en algún rincón. En cambio, la libreta y el
bolígrafo servirían, por lo menos, para ser usadas en el colegio. Eso es lo que
pensamos nosotros. Sin embargo, para ti fue especial: era tu primer libro y
tenías seis años. Lo leíste y releíste con un entusiasmo que superó tus
expectativas y luego continuaste las aventuras de aquella niña en la libreta,
escribiendo toda la fantasía que tu imaginación había fabulado. Era el
principio de todo.
Pero tú también me
dejaste algo que nadie me había ofrecido y que guardo con cariño en mis
recuerdos y en mi corazón. Fue una pregunta inocente e incisiva, una que nadie
se había atrevido a formularme y que yo nunca me había parado a meditar. No fue
hiriente, tranquilo. Estábamos en el huerto del maset. Yo cavaba unos caballones donde pensaba plantar unas
tomateras; tú me mirabas hacer y, de vez en cuando, circulabas tu camión de
juguete, ese que os regalamos a todos los nietos otros Reyes, por unos montones
de arena. Repetías el mismo recorrido monótono varias veces y luego te sentabas
y me mirabas trabajar. De repente, en una de aquellas pausas, me preguntaste
con tu voz inocente: “Abuelo, ¿tú cuándo te morirás?” Tras el estupor inicial,
dejé el azadón en el suelo aunque apoyando mi mano en su extremo de madera, me
recoloqué el sombrero de paja, limpié el sudor de mi frente con el dorso de mi endurecida mano y me quedé mirando al cielo como si estuviese calculando. De hecho, estaba
calculando. Tus grandes ojos no se me quitaban de encima y tras unos rápidos ejercicios aritméticos te respondí: “Si no pasa nada, estaré el día de tu boda”. Tenías unos
cinco o seis años. Te gustó mi respuesta y me contestaste con una sonrisa
fulgurante.