jueves, 30 de julio de 2015

SI NO PASA NADA...


Te recuerdo enclenque y con unos grandes ojos color castaño que se me quedaban mirando fijamente, tal y como hace una liebre sorprendida por un coche en mitad de la carretera en una noche, hipnotizada ante el haz de luz de los faros. Así, siempre observándome atento, avispado aunque fueses taciturno, te gustaba más oír que hablar, creo que igual que ahora. Por eso te gustaba tanto escucharme hablar y que te contase cuentos y batallas. ¿Te acuerdas de aquella vez que te dormiste en el coche, apoyada tu cabecita en mis piernas mientras yo te relataba la historia del romano y el león? Tendrías a lo sumo cinco años. Tu padre conducía atento y tu madre de vez en cuando se giraba y me regalaba una sonrisa complaciente; a tu lado, tu hermana estaba ensimismada mirando el paisaje a través de las ventanillas, y la abuela con los ojos entrecerrados murmuraba una oración posiblemente. Un romano cruzaba un bosque y de pronto oía un gañido estremecedor. Se acercaba con sigilo hasta el lugar del cual procedía el sonido lastimero y se encontraba con un león cuya zarpa había caído en un cepo. El hombre se aproximaba con cuidado y el animal, que al principio recelaba, comprendía que aquel ser humano, quizá por primera vez en su vida, no pretendía dañarle. Y así sucedía: el romano lo liberaba y el león se escabullía con una leve cojera. Algunos años más tarde, el mismo romano era traicionado y condenado al circo, donde sería devorado por fieras. Allí estaba él, solo, en medio de aquel círculo arenoso y ante el bramido de una multitud que exigía diversión y sangre a partes iguales. El romano no temía la muerte: temía la agonía lenta. Las puertas se abrían y ante él aparecía un león. El animal se acercaba con cautela y lo estuvo husmeando, mientras la multitud esperaba el momento decisivo en que el león saltaría sobre el hombre y lo devoraría vivo. Y cuando el desenlace esperado parecía a punto de acontecer, entonces el león agachaba la cabeza, como una vez me contaron que le ocurrió al Cid, y lamía cariñosamente la mano del condenado. La gente no daba crédito y creyeron ser un mensaje de los dioses: debían ser perdonados el animal y el hombre. Así se haría. El romano estaba libre de condena y el león volvería a ser liberado en la selva de la cual había sido capturado. Solamente el romano que tanta suerte había acumulado en aquel terrorífico momento se percató de la ligera cojera del león. Entonces tú abrías los ojos y me sonreías y me decías que te había gustado y volvías a cerrar los ojos y te dormías soñando con romanos y leones.
Me parece que un regalo que te hicimos la abuela y yo en unos Reyes te marcó mucho, hasta el punto de que hoy en día todavía lo recuerdas: una libreta, un bolígrafo Bic y un libro infantil de Enid Blyton. No teníamos mucho dinero por aquel entonces y a todos los nietos pequeños os regalamos aquello. Supongo que algunos se decepcionarían y quizá el libro quedó olvidado en algún rincón. En cambio, la libreta y el bolígrafo servirían, por lo menos, para ser usadas en el colegio. Eso es lo que pensamos nosotros. Sin embargo, para ti fue especial: era tu primer libro y tenías seis años. Lo leíste y releíste con un entusiasmo que superó tus expectativas y luego continuaste las aventuras de aquella niña en la libreta, escribiendo toda la fantasía que tu imaginación había fabulado. Era el principio de todo.
 Yo marqué, sin querer, tu futuro. Al menos te dejé algo.
Pero tú también me dejaste algo que nadie me había ofrecido y que guardo con cariño en mis recuerdos y en mi corazón. Fue una pregunta inocente e incisiva, una que nadie se había atrevido a formularme y que yo nunca me había parado a meditar. No fue hiriente, tranquilo. Estábamos en el huerto del maset. Yo cavaba unos caballones donde pensaba plantar unas tomateras; tú me mirabas hacer y, de vez en cuando, circulabas tu camión de juguete, ese que os regalamos a todos los nietos otros Reyes, por unos montones de arena. Repetías el mismo recorrido monótono varias veces y luego te sentabas y me mirabas trabajar. De repente, en una de aquellas pausas, me preguntaste con tu voz inocente: “Abuelo, ¿tú cuándo te morirás?” Tras el estupor inicial, dejé el azadón en el suelo aunque apoyando mi mano en su extremo de madera, me recoloqué el sombrero de paja, limpié el sudor de mi frente con el dorso de mi endurecida mano y me quedé mirando al cielo como si estuviese calculando. De hecho, estaba calculando. Tus grandes ojos no se me quitaban de encima y tras unos rápidos ejercicios aritméticos te respondí: “Si no pasa nada, estaré el día de tu boda”. Tenías unos cinco o seis años. Te gustó mi respuesta y me contestaste con una sonrisa fulgurante.
 Sin embargo, sí que pasó algo. Fue la única vez en mi vida, que yo recuerde, en que di mi palabra y no pude cumplirla.

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