jueves, 30 de julio de 2015

SI NO PASA NADA...


Te recuerdo enclenque y con unos grandes ojos color castaño que se me quedaban mirando fijamente, tal y como hace una liebre sorprendida por un coche en mitad de la carretera en una noche, hipnotizada ante el haz de luz de los faros. Así, siempre observándome atento, avispado aunque fueses taciturno, te gustaba más oír que hablar, creo que igual que ahora. Por eso te gustaba tanto escucharme hablar y que te contase cuentos y batallas. ¿Te acuerdas de aquella vez que te dormiste en el coche, apoyada tu cabecita en mis piernas mientras yo te relataba la historia del romano y el león? Tendrías a lo sumo cinco años. Tu padre conducía atento y tu madre de vez en cuando se giraba y me regalaba una sonrisa complaciente; a tu lado, tu hermana estaba ensimismada mirando el paisaje a través de las ventanillas, y la abuela con los ojos entrecerrados murmuraba una oración posiblemente. Un romano cruzaba un bosque y de pronto oía un gañido estremecedor. Se acercaba con sigilo hasta el lugar del cual procedía el sonido lastimero y se encontraba con un león cuya zarpa había caído en un cepo. El hombre se aproximaba con cuidado y el animal, que al principio recelaba, comprendía que aquel ser humano, quizá por primera vez en su vida, no pretendía dañarle. Y así sucedía: el romano lo liberaba y el león se escabullía con una leve cojera. Algunos años más tarde, el mismo romano era traicionado y condenado al circo, donde sería devorado por fieras. Allí estaba él, solo, en medio de aquel círculo arenoso y ante el bramido de una multitud que exigía diversión y sangre a partes iguales. El romano no temía la muerte: temía la agonía lenta. Las puertas se abrían y ante él aparecía un león. El animal se acercaba con cautela y lo estuvo husmeando, mientras la multitud esperaba el momento decisivo en que el león saltaría sobre el hombre y lo devoraría vivo. Y cuando el desenlace esperado parecía a punto de acontecer, entonces el león agachaba la cabeza, como una vez me contaron que le ocurrió al Cid, y lamía cariñosamente la mano del condenado. La gente no daba crédito y creyeron ser un mensaje de los dioses: debían ser perdonados el animal y el hombre. Así se haría. El romano estaba libre de condena y el león volvería a ser liberado en la selva de la cual había sido capturado. Solamente el romano que tanta suerte había acumulado en aquel terrorífico momento se percató de la ligera cojera del león. Entonces tú abrías los ojos y me sonreías y me decías que te había gustado y volvías a cerrar los ojos y te dormías soñando con romanos y leones.
Me parece que un regalo que te hicimos la abuela y yo en unos Reyes te marcó mucho, hasta el punto de que hoy en día todavía lo recuerdas: una libreta, un bolígrafo Bic y un libro infantil de Enid Blyton. No teníamos mucho dinero por aquel entonces y a todos los nietos pequeños os regalamos aquello. Supongo que algunos se decepcionarían y quizá el libro quedó olvidado en algún rincón. En cambio, la libreta y el bolígrafo servirían, por lo menos, para ser usadas en el colegio. Eso es lo que pensamos nosotros. Sin embargo, para ti fue especial: era tu primer libro y tenías seis años. Lo leíste y releíste con un entusiasmo que superó tus expectativas y luego continuaste las aventuras de aquella niña en la libreta, escribiendo toda la fantasía que tu imaginación había fabulado. Era el principio de todo.
 Yo marqué, sin querer, tu futuro. Al menos te dejé algo.
Pero tú también me dejaste algo que nadie me había ofrecido y que guardo con cariño en mis recuerdos y en mi corazón. Fue una pregunta inocente e incisiva, una que nadie se había atrevido a formularme y que yo nunca me había parado a meditar. No fue hiriente, tranquilo. Estábamos en el huerto del maset. Yo cavaba unos caballones donde pensaba plantar unas tomateras; tú me mirabas hacer y, de vez en cuando, circulabas tu camión de juguete, ese que os regalamos a todos los nietos otros Reyes, por unos montones de arena. Repetías el mismo recorrido monótono varias veces y luego te sentabas y me mirabas trabajar. De repente, en una de aquellas pausas, me preguntaste con tu voz inocente: “Abuelo, ¿tú cuándo te morirás?” Tras el estupor inicial, dejé el azadón en el suelo aunque apoyando mi mano en su extremo de madera, me recoloqué el sombrero de paja, limpié el sudor de mi frente con el dorso de mi endurecida mano y me quedé mirando al cielo como si estuviese calculando. De hecho, estaba calculando. Tus grandes ojos no se me quitaban de encima y tras unos rápidos ejercicios aritméticos te respondí: “Si no pasa nada, estaré el día de tu boda”. Tenías unos cinco o seis años. Te gustó mi respuesta y me contestaste con una sonrisa fulgurante.
 Sin embargo, sí que pasó algo. Fue la única vez en mi vida, que yo recuerde, en que di mi palabra y no pude cumplirla.

miércoles, 23 de abril de 2014

MICROCUENTO

Anoche amé a una mujer y mientras ella me odiaba -confesó el poeta violador.

sábado, 15 de febrero de 2014

Rutinas



Bajó del coche y entró directo a la pequeña tienda de comestibles de doña Urraca.

Suspiras y miras por la ventana aturdida y desilusionada.

Aquella tarde había decidido declararle mi amor con una carta anónima. O no.

Aquella tiendecita llevaba toda la vida en el barrio. Había sido fundada por la misma doña Urraca, en tiempos de posguerra, cuando era casi una niña.

Los golpes te duelen tremendamente, pero más todavía las últimas palabras con las que te ha amenazado, con las que te ha dejado estupefacta, sin capacidad de reacción.

Tenía que escoger las palabras precisas, para no cometer un error ni una estupidez que lanzase todo a perder. Había que ser un auténtico joyero.

Empezó como una frutería y poco a poco fue añadiendo productos cárnicos, droguería y otros productos que iba lanzando el mercado, hasta completar el pequeño comercio en un minúsculo supermercado donde se podía encontrar de todo y a muy buen precio.

No te atreves a llamar a la policía porque temes que su amenaza se cumpla. Te acurrucas contra la ventana, sentada en el frío suelo, y lloras y suspiras, porque nunca te imaginaste que el hombre de tu vida se pudiera convertir en ese manojo de puñetazos.

Dudé entre verso y prosa, porque en la lírica me manejaba con mayor soltura y las florituras encajaban mucho mejor; pero me decanté por la prosa porque no quería perderla en versículos rimbombantes cuando el mensaje en sí era muy sencillo.

Se quedó viuda cuando frisaba los cuarenta. Dos hijos en edad escolar y un negocio por delante. Con la ayuda de una hermana solterona sacó todo con rectitud, paciencia y éxito: su hijo era médico en un hospital, su hija una famosa jueza y la tienda había perdurado con más ganancias que pérdidas. Le quedaban tres meses para jubilarse.

Queda una hora para que vayas a recoger a la pequeña al cole. No tiene que enterarse de nada. Ahora te maquillarás perfectamente, como siempre, y entre el colorete, las cremas y las gafas de sol disimularás cualquier atisbo de violencia que haya hollado en tu rostro taciturno y miedoso. Y la sonrisa que no falte. Esa sonrisa afectada y diaria.

¿Brevedad o explicación minuciosa? Estoy hecho un lío. Vamos, vamos, ¿no te irás a asustar ahora por esta estupidez? Porque, a fin de cuentas, aquello iba a acaba mal, muy mal. Por eso lo de estupidez. ¿Qué haría cuando recibiera la nota? Seguramente reírse con sonoras carcajadas. Muy argentinas. Y romperla. Eso casi seguro.

Después de comer eran las horas en que casi nadie iba a la tienda; por eso, en sus primeros tiempos, doña Urraba cerraba de tres a cinco, como los cánones mandaban, según decía ella misma. Pero la competencia, siempre la maldita competencia, la había obligado a abrir a esas horas intempestivas en que se duerme la siesta y se hace la digestión de las lentejas, aunque casi nunca entraba nadie. Menos aquella tarde.

Al mal tiempo, buena cara, piensas mientras te plisas la falda y te miras por enésima vez en el espejo del baño. Que nadie sepa nada, que nadie note nada, que nadie tenga motivos para preguntar nada. Y menos la niña. Ya tiene ocho años y puede percatarse de todo. No. Eso nunca. Ella tiene que seguir en su mundo paradisiaco y tú convertir el infierno personal en un arco iris externo. Qué sabe nadie, dice la canción. Pues eso.

“Tanto amor se agrupa en mi costado que, por amar, amo hasta lo que no amo...” Como versión de los versos hernandianos no está mal, pero demasiado cutre. Ella no captaría ni el esfuerzo intelectual ni la belleza del original ni nada. Sería como dar flores a un cerdo, salvando las distancias, por supuesto. Ella no es un cerdo, no. Pero su gusto cultural y literario podría estar a su nivel si se les realizase un estudio a los dos.

Vio cómo aparcaba en doble fila y cómo entraba apresuradamente en la tienda. Era un joven atractivo aunque con barba desaliñada y ojeras profusas. Se fue directo a la zona de bebidas alcohólicas y desde allí echaba ojeadas a doña Urraca, que permanecía imperturbable en su silla tras el mostrador, desde donde observaba todos los pasillos de su tiendecilla. Finalmente, con la mirada baja y las manos temblorosas se acercó con una botella de un buen vino y susurró: “Esto es un atraco, señora.”
En el portal, justo al salir del ascensor, te cruzas con doña Susi, esa cotilla que husmea por las esquinas como una rata en busca de carroña. Ella quiere darte charla, pero la cortas bruscamente con la excusa de que la niña sale y llegarás tarde. Se queda con un palmo de tres narices y su última y apresurada pregunta sólo recibe el portazo de la puerta que da a la calle como respuesta válida. A tomar por culo. Ya estás harta. Quien quiera saber, mierda para él. Bastante tiene una con lo suyo ya...

¡Es tan complicado esto del amor! Debería haber manuales, pero auténticos, no esas pseudoguías que pretenden ofrecer todo un maremágnum de ideas, consejos y planes y al final resulta que se descubre que su autor es un solterón desgraciado o su autora se ha divorciado seis veces.  Pero no nos desviemos del tema. Veamos, un buen comienzo quizá fuese: “Tanto que decirte y en qué pocas palabras se podría resumir. En dos, solamente en dos... ¿Te las imaginas? Es fácil como fácil fue enamorarse...”

Está nervioso porque es la primera vez que comete un atraco. Su pulso tiembla alocadamente mientras grita y pide prisa a doña Urraca, que hace como que no comprende nada. “Un atraco, abuela, un atraco”, insiste. “O me da todo el dinero de la caja o le meto un tiro entre ceja y ceja”, comienza a impacientarse. Esta vez parece ser que la anciana lo entiende y con toda su parsimonia abre la caja.

La niña te besa y se cuelga de tu cuello mientras te cuenta lo mucho que te echó de menos y todo lo que ha hecho hoy en el cole. Su sonrisa y su júbilo son vida y te contagian. De camino a casa os quedáis un rato en el parque, donde juega con sus amiguitas y sus amiguitos también. Y en tanto la madre de uno te cuenta su loco día, tú vas barruntando y perfeccionando el plan que llevas meditando desde hace mucho.

Las cursilerías... ¿están de moda? Es jugársela al todo o nada. Pero a lo mejor ella es más directa y no le gustan las oscuridades ni los juegos de palabras ni la morcillería poética... Da igual, da igual. Lo importante es que sea el corazón quien hable, y que hable directo a su corazón. Si eso ocurre, el mensaje da igual lo empalagoso que esté: cumplirá su función informativa y, ojalá, su función argumentoapelativa.

“¿Estás contando las monedas o qué narices haces con esa pachorra, eh?” En efecto, doña Urraca depositó las monedas en la bolsa que el propio atracador le había entregado una a una, casi acariciándolas o puede que despidiéndose de ellas, cuando la verdad es que algunas no hace ni cuatro horas que habían acabado allí. “¿Ya está?”

Has duchado a la niña y ahora está sentada haciendo deberes. Aprovechas para preparar la cena. Primero la de ella, para que en cuanto acabe sus tareas escolares, cene viendo un rato la tele y luego a dormir, a veces incluso antes de que llegue él. Después, su cena, algo distinto a ti, porque da la casualidad de que esa noche no tienes gana.

“Desde el primer día que te vi ocurrió un flechazo, pues otra explicación no tiene lo que sentí instantáneamente. Comenzó a palpitar más rápido, tal y como haría el de un caballo desbocado o el motor de un Ferrari. Me gustas y siento que eres la mujer de mi vida, la que siempre he estado esperando y que por fin me llegó...”

“¿Lo de la caja fuerte también?” No podía creer lo que estaba escuchando. Esta vieja estaba chalada. O le estaba tomando el pelo. ¿Una caja fuerte allí? Veamos si era así. “Por supuesto, señora, por supuesto”, y se le escapaba una sonrisa avariciosa.

Llega de mal humor, pero tú no le diriges la palabra. Se sienta en la silla y el gruñido que te lanza significa que quiere que le sirvas la cena ya. Sales de la habitación de la niña, donde la estabas arropando, y le pones delante su plato de lentejas, su preferido.

Cuando termino la declaración amorosa, la encierro en un sobre y escribo mi nombre y el número de mi puerta. Salgo al rellano, voy hasta su puerta, le toco el timbre y dejo el sobre encima de la esterilla donde pone “Bienvenidos”. Alea jacta est.

Doña Urraca abrió una estantería frontal y apareció una pequeña caja fuerte. Introdujo la contraseña, giró la ruedecita que chirriaba y se descubrieron varios paquetes de billetes.

“¿Y el vino qué?”, reclama a grito pelado. “¿Me lo sacas o me tengo que comer todo a palo seco?” Obedeces sumisamente y bebe largamente, sin apenas saborearlo.

Paseas nervioso por el pasillo, impaciente. No has oído nada extraño desde detrás de la puerta de tu casa: ni gritos de sorpresa, emoción o enfado. Necesitas su respuesta...

Y de repente le apuntó con un arma que sacó de entre los fajos y le disparó con acierto.

Cuando quiere darse cuenta, agoniza envenado ante ti. Dulce vino, dulce vida.

Tocan el timbre y, atacado por los nervios, descubro por la mirilla que es su marido.







lunes, 27 de enero de 2014

Comienzo del libro "Diario de un parto (o tres damas en mi jardín)"





                                     A Sheila

Mujer, no soy digno
de que entres en mi alma,
mas un beso en mis labios tuyo
bastará para salvarme.




  




21-10-09 (De madrugada)

Porque ya empiezo a creer en los sueños
y porque cada día amanece;
y porque este volcán crece y crece
aunque no queramos tú y yo, sus dueños.

Porque tus ojos son rayos vitales
que hacen florecer mil camposantos,
y porque llenas de otros diez mil cantos
los silencios que parecen mortales.

Porque cada rosa que hay en tu risa
huele a mar en verano, a paraíso
inmortal; porque mi corazón quiso
amarte tan despacio y tan deprisa.

Porque si marchas se apagan las luces
de esta carretera; porque si vienes
esperándote, impaciente, me tienes
desclavándome de todas las cruces.

Porque si amanece pero no estás,
anochece; porque si no te tengo
ya no sé si es que voy o si es que vengo.

Porque me urges para vivir en paz.




              22-10-09

Que callen los vientos, ¡callen!
Que se marchen sus susurros
de las calles.

Ahora quiero silencio
tan puro como las plumas
del almendro.

¡Que callen los vientos! ¡No hablen!
Quien los llamó que les diga
que se marchen.

Que necesito el silencio
limpio y alto de los montes
de este pueblo.

¡Que callen los vientos! ¡Lárguense!
Váyanse sus alaridos
por los valles.

Ando buscando silencio,
gran amigo inspirador
de estos versos.

¡Que callen los vientos! ¡Callen!


25-20-09

Tu nombre rima con eternidad,
pero casi siempre con alegría
fresca, que da de comer a mi día
y a mi noche la llena de verdad,

verdad de pasión. Tu nombre es piedad
y lujuria, aventura que pedía
mi triste vida de monotonía
seria, hasta que llegó tu libertad.

Tu nombre es en la oscuridad mi sol,
mi canción, mi gaviota de colores,
mi tálamo, mi reina de las diosas,

mi alba espuma de las sangrientas rosas,
mi calle dulce, y de los amores
tu nombre es el único amor.



25-10-09 – 10-11-09

Atravesarás unos mares verdes
de espliego verde y de verdes pinos,
sin otras algas, caracolas, peces,
que los que publican sus tallos finos.

Allí estoy. Allí vivo. Allí sueño

mis versos.

sábado, 18 de enero de 2014

Algunas notas sobre "La casa de hojas" de Mark Z. Danielewski



La lectura de esta maravillosa novela no dejará a nadie indiferente, ya sea porque le parezca una odisea infumable o bien porque en ella encuentre algo diferente que el mercado editorial no suele ofrecer salvo en clásicos que no siempre hay en las librerías.
Danielewski consigue con esta su primera novela una obra vanguardista que si bien no aporta grandes novedades, puesto que muchas de esas particularidades ya las encontramos en otros autores, sean de la época que sean, sí que se agradece que un autor novel se atreva a juntarlas, mezclarlas y entregar al lector un ejercicio de inteligencia, terror y humor. La necesidad de un receptor activo y audaz es la nota más llamativa de este novelón –entienda cada cual este término por su extensión o por su calidad, o por ambos- del que no vamos a hacer un análisis exhaustivo, sino del que vamos a citar las que, a nuestro parecer, son las cuatro características que lo distinguen de la gran mayoría de novelas que se editan hoy en día –para nuestra desgracia- porque juega con los límites y la imaginación suprema en todos los ámbitos.

(i) JUEGO DE NARRADORES. El “tópico del manuscrito encontrado” que tan sabia y famosamente ofreció Cervantes en El Quijote y que luego han seguido y copiado y versionado tantos y tantos escritores se da también en La casa de hojas. Haciendo un recuento encontramos en esta novela cuatro principales narradores: 1) Navidson y sus vídeos, con los que construye un documental titulado El informe Navidson, que cuenta la historia de la misteriosa casa y sus exploraciones; 2) Zampanò, un ciego misterioso y sabio que recuerda a Borges, quien –Zampanò, que no Borges- basándose principalmente en el documental aunque aportando numerosísima bibliografía, relata la historia de la casa de Ash Tree Lane; 3) Johnny Truant, tatuador juerguista, que encuentra el ingente material preparado por Zampanò y le da forma, pero además incluye notas a pie de página que en la mayoría de ocasiones no tienen nada que ver con el hilo argumental, aunque proporcionan un punto cómico y mordaz que conecta de inmediato con el lector; 4) los editores que sacan a la luz el trabajo preparado por Truant y además incluyen notas informativas que complementan todo aquello que el tatuador editor-compilador fue incapaz de resolver (por ejemplo, traducciones de citas célebres que aparecen en su lengua original). Sin embargo, otros muchos narradores ocasionales se dan cita para complementar esta historia: las cartas de la madre de Truant, la voz de Holloway cuando se queda solo y que su vídeo nos recupera, las entrevistas a Reston y Karen, la historia de Tom, o las opiniones de famosos que aparecen en “Lo que les ha parecido a algunos” (tales como Anne Rice, Harold Bloom, Stephen King, Stanley Kubrick, o Jennifer Antipala). Tantos puntos de vista y tantas perspectivas que requieren de un lector atento para no perderse en ese maremágnum de voces.

(ii) INTERTEXTUALIDAD. El narrador/narradores de La casa de hojas se vale de la cita de multitud de textos que añaden, complementan, matizan o abren nuevas puertas/hojas a lo que se cuenta. Pero hay que distinguir entre dos tipos de textos que aparecen en la novela: los reales (por ejemplo, las citas a comienzo de los capítulos como las de Mary Shelley, La Biblia, Jack London, E. A. Poe, Virgilio, Baudelaire o J. L. Borges) y los claramente ficticios o falsos (verbigracia, toda la bibliografía relacionada con El expediente Navidson que incluye incluso tres escuelas de pensamiento que debaten “la razón exacta que llevó a Navidson a entrar de nuevo en la casa”, páginas 385-407). Toda esta bibliografía falsa que puede llevar a confusión realidad-ficción al lector es todo un juego que recuerda, de nuevo, inevitablemente, al gran Borges.

(iii) PASTICHE. En esta novela cabe todo, porque en ella se nos dan muestras de todo tipo de textos que en ocasiones pueden sorprender al lector, pero lo que pretende en realidad es simular una verosimilitud que, obviamente, no tiene: textos narrativos, textos científicos, textos poéticos, guiones o textos dramáticos, fotografías, cartas (una de ellas encriptada), extensos listados de arquitectos u obras arquitectónicas, textos filosóficos, entrevistas, pentagrama musical con melodía, bibliografía...

(iv) JUEGOS VISUALES. Sin duda esta es la característica que más sorprende al lector de esta curiosa novela. A lo largo de la novela, en algunos capítulos, el texto se relaciona con su contenido tomando formas visuales que recuerdan a los caligramas, aunque en esta ocasión no son poemas, sino que páginas narrativas que simulan y sustituyen las imágenes que se están relatando, intentando –a nuestro parecer, con éxito- romper con ese dicho que dice que “una imagen vale más que mil palabras”. Un ejemplo perfecto de todo lo dicho anteriormente es el Capítulo IX, en el que Holloway, Jed y Wax se introducen por ese pasillo de oscuridad que se bifurca en un dédalo inmenso en el que el desconcierto y caos se transmiten al lector con una lectura laberíntica que requiere de un lector activo y, casi podríamos decir, con dotes espeleológicas. Otro ejemplo que ilustra a la perfección es el impresionante Capítulo XX, donde subimos, bajamos, nos asomamos al abismo, trepamos por escalerillas, atravesamos pasillos a cuatro patas o flotamos en la inmensa oscuridad horripilante con Navidson.

Estas son sólo algunas de las razones por las que merece la pena abordar esta novela que está llamada a no dejar indiferente a nadie.

Por cierto, que no se nos escapa, que al hablar sobre La casa de hojas contribuimos a que este libro crezca y crezca, y todo lo que antes hemos citado se expanda más y más, haciendo que las raíces y las hojas aumenten sin cesar. Esa es, quizá, la gran broma que esconde Danielewski en esas más de 700 páginas.

miércoles, 15 de enero de 2014

LA MENTIRA PIADOSA




Había estado toda la tarde lloviendo. Allá sobre las tres comenzó una llovizna estúpida pero insistente que fue dejando un manto sobre el paisaje como si este estuviese sudando. Alrededor de las cinco aumentó la intensidad y se le pudo aplicar con todas las de la ley el apelativo “chaparrón”. Durante la siguiente hora siguió hasta que de pronto un diluvio se derramó en apenas unos segundos: calles que parecían ríos, barrancos a punto de desbordarse y el río que creció inopinadamente, aunque sin consecuencias fatales. Luego, pasados veinte minutos, el cielo volvió a dar una tregua y siguió con su lluvia fina y persistente, “calabobos” la llaman en aquella zona. Y así hasta las ocho, cuando ya la noche hacía una hora que se había asentado: entonces dejaron de mear los angelitos.
Había estado toda la tarde lloviendo. No es excusa y, sin embargo, merecía recalcarlo. Podría haber ocurrido todo igualmente, pero no fue así o, al menos, eso dijeron luego los técnicos encargados de investigarlo: patinó de forma inesperada y fortuita y ya todo quedó en manos del destino, Dios o quien coño haya que pedir reclamaciones.
Aquella fatídica tarde debería haber salido de la oficina a las siete, como siempre, pero unos malditos informes que urgían para el día siguiente los entretuvo a todos hasta las ocho pasadas.
-¿Una cerveza? –propuso Álvaro, el más risueño de todos.
-Por mí, sí –se apuntó Trini.
-Yo, también, qué cojones, que estoy hasta las narices de tanto haber y deber...
Si Ricardo hubiera estado en casa, no se habría apuntado, porque la estaría esperando para cenar... Una birra y ya está, pensó y dijo, aunque no muy convencida, sino que más bien dejándose llevar por la mayoría.
Todos marcharon al bar donde almorzaban a menudo y allí, entre risas, chascarrillos y cervezas, se le hicieron las nueve y cuarto.
-Bueno, chicos, ahora sí que sí... Hasta mañana.
Cruzó la calle deprisa sorteando los charcos y se metió en el coche, aparcado dos manzanas más allá de la oficina. Arrancó sin perder el tiempo porque cuando llegase todavía tenía que ducharse y cenar. Enfiló dirección sur y abandonó la ciudad, adentrándose en las tinieblas del bosque colindante. Pronto las luces cada vez más débiles se fueron diluyendo en su espejo retrovisor interior y cuando quiso darse cuenta ya estaba a mitad de camino, en medio de las montañas.
Ricardo se había encaprichado con aquella casa pese a estar a veinte minutos de la ciudad. Era una pequeña mansión ajardinada, con piscina en forma de lago y seguridad privada incluida. Los dueños, unos adinerados burgueses venidos a menos, necesitaron venderla –la utilizaban como tercera residencia- para afrontar los gastos de un cáncer que el marido padecía y que al final se lo acabó llevando. Ricardo, enterado por un compañero de trabajo que había estudiado con su hijo, se lo propuso a ella, quien por darle un gusto después de negarle el descapotable, aceptó a regañadientes pues no era su ideal de vida vivir lejos del centro de la ciudad. El amor es un tira y afloja constante, y está vez le tocó aflojar. De aquella compra ya hacía casi dos años. Diez veces a la semana hacía aquel camino sí o sí para ir y volver del trabajo. Me lo sé con los ojos cerrados, decía a su madre para tranquilizarla. En realidad, el camino no era peligroso: cuatro curvas cerradas y lo demás casi todo rectas que si bien eran estrechas y la luz del sol apenas las iluminaba por la frondosidad de los pinos en esa zona, no presentaban ningún problema y a los datos se remitía ella cuando su madre se preocupaba: ni un solo accidente en los últimos diez años en aquella carretera. La única pega que se le podía poner es que la carretera subía y bajaba las montañas y entonces había trechos en los que se conducía por pequeños desfiladeros, ya que el río atravesaba
Llevaba la radio y en aquel momento sonaba un temazo de los que gritaba más que cantar. Enfiló la primera recta de bajada y fue cuando empezó todo.
Fueron escasos segundos y, sin embargo, la eternidad no puede ser más larga. El coche giró sobre sí mismo como en una pista de hielo. Una vuelta, dos vueltas y a la tercera, chocó con la puerta del copiloto contra el muro de piedra que protegía la carretera del barranco. El golpe fue brusco y el vehículo saltó por los aires, abandonando por primera vez el mojado asfalto. Cuántas vueltas dio en el aire nunca se supo, pero más de una es casi seguro, así hasta que el techo del coche fue el primero en volver a tierra, ya en la pendiente repleta de maleza.
Un minuto más tarde un coche en sentido contrario pasó por ese mismo lugar y no pudo encontrar rastros de ningún accidente: el barranco se la había tragado.
Estuvo inconsciente una hora aproximadamente. Cuando despertó, aturdida, una inmensa oscuridad la golpeó de lleno. Le dolían la cabeza y un brazo, no se sentía las piernas y en la boca tenía el sabor amargo de la sangre reseca y todavía no notó en falta una muela. Un ojo apenas lo pudo entreabrir, notaba ese párpado hinchado. Su respiración se aceleró en cuanto se percató de que había tenido un accidente, había caído con el coche por algún barranco, se encontraba encerrada en el coche y, lo peor, se encontraba casi cabeza abajo.
A tientas buscó su bolso, donde guardaba el móvil. En su lugar, encontró trozos de ramas, hojas secas y pedacitos de cristales que supuso de alguna ventana. Un frío la envolvió con tanta celeridad como el miedo a la muerte. Siguió buscando a ciegas inútilmente, a la desesperada, con esa angustia que invade a quien perdió algo y se niega a reconocer que no aparecerá continuando una búsqueda infructuosa, sempiterna y caótica. Una lágrima escupida por su ojo sano resbaló por entre los pequeños cristales que se le habían incrustado en su frente y dio de beber a esa maraña que eran sus cabellos sucios, revueltos, aplastados.
Ni el motor, ni las luces, ni la radio. Nada. Oscuridad absoluta envuelta de un silencio que sofocaba su respiración aterrada y angustiadamente angustiosa.
Dios, ¿nadie se iba a enterar de que había tenido un accidente? ¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que corriese la voz de que no había llegado a casa? Ricardo ya la había llamado por la tarde a la oficina y la había informado de que tenía esa noche una cena de negocios por lo cual llegaría tarde al hotel y no la llamaría hasta el día siguiente, cuando llegase al aeropuerto y supiese con precisión la hora en que aterrizaría de vuelta; sus padres la llamaban en días alternos, y precisamente aquél era el día en que no; sus compañeros de trabajo nada podrían suponer o sospechar hasta que a la mañana siguiente no apareciese, inexplicablemente, por la oficina... Dios, aquello era una pesadilla, no podía ser verdad, en cualquier momento despertaría y...
Un ruidito detuvo sus pensamientos. Era como si un pequeño animal se arrastrase por entre los matorrales y acudiese en dirección al coche o lo que quedase de él. Apenas perceptible por momentos, era como si se detuviese cada cierto tiempo, ese arrastrar moviendo ramitas y llevándose consigo piedrecitas u hojas secas la puso en alerta. Una serpiente. No, no. Quizá un pequeño roedor. Jabalíes no, el ruido sería mayor. O tal vez el accidente le había producido una sordera y lo que ella consideraba nimio era en realidad mayor. Miró de reojo hacia un lado y otro, porque el cuello apenas lo podía girar: un dolor lacerante le recorría la espalda cada vez que intentaba menearlo aunque fuese un poquito. Su corazón se aceleró cuando el ruidito se dividió en dos: uno nuevo por detrás, a pocos metros. Quiso gritar para pedir socorro y ahuyentar a lo que fuesen aquellas cosas. No pudo. De su garganta reseca apenas surgieron unos quejidos que más parecían el rasgar lejano de una cuerda desafinada que la voz suplicante de una mujer.
Un mareo provocado tal vez por la incómoda postura la fue capturando y pronto notó un cosquilleo irritante en los pies que no supo interpretar si como insectos, falta de riego sanguíneo o imaginaciones suyas. Daba igual: no podía moverlos. Sentía que estaba aprisionada de cintura para abajo -¿o mejor decir para arriba?-. Con su brazo sano intentó palparse el vientre y lo notó húmedo. El cinturón de seguridad le molestaba y milagrosamente se lo pudo desabrochar. Volvió a palpar por debajo de sus pechos y suspiró aliviada cuando se aseguró casi al cien por cien que no estaba herida en esa zona. ¿Y la humedad? ¿Sangre que chorreaba de sus piernas? ¿Orina? ¿Aceite o gasolina del coche o cualquier otro líquido del auto? Gasolina no, huele demasiado fuerte. Se restregó los dedos justo en la zona que rodeaba el ombligo y se los llevó a la punta de la nariz. Ni idea. No conseguía razonar ni discernir.
Estaba cansada y una debilidad cautelosa se adueñaba de toda ella, esclava de la vida rota que se le iba derramando a cuentagotas cual clepsidra que contiene más líquido en la parte inferior que en la superior.
Cerró el ojo pero pronto lo tuvo que abrir: algo se había posado sobre sus labios amoratados e hinchados como una balsa de plástico de las que usaban sus sobrinos en la playa. Bruscamente sacó la lengua y lo que fuese desapareció en silencio. Apenas cinco segundos volvía posarse sobre su boca. Meneó la cabeza de un lado a otro y un latigazo de dolor que subía –o bajaba- desde su coxis paralizó su cuello, durmiéndolo bajo el sopor de lo que parecía una descarga eléctrica y no lo era. Lloró mientras lo que fuese bebía de la sangre reseca que había manado de su boca deforme y más grande que la de un payaso. Y así, acunada por el tormento y las punzadas se durmió...
Cuando despertó no sentía la mitad de su cuerpo. El rojo amanecer se colaba por entre la densidad y el follaje de los árboles y los arbustos y le daba una levísima claridad a su alrededor: verdor rojizo y rojos enverdecidos. El verdor era la naturaleza que la rodeaba, los rojos toda la sangre que había por el interior del coche: salpicadero, volante, freno de mano... Como suponía, los cristales habían desaparecido y solamente restos de vidrios semejantes a murallas semiderruidas de castillos medievales a los que el tiempo había destrozado quedaban cual estalacticas y estalagmitas brillantes. Se miró su brazo izquierdo y le pareció que le faltaban trozos de carne. Casi vomita. Miró hacia sus piernas aprisionadas y descubrió que una hilera desordenada de hormigas correteaban por encima de ellas. No sentía nada. Asco. Solamente eso. Asco y nada más. Qué hora era, nadie había visto el coche caído, cuándo alguien se daría cuenta de que le había ocurrido algo, sobreviviría. Las preguntas se le volvían a embotar allí dentro, le iba a explotar la cabeza, tenía sed, mucha sed, hambre no, solamente sed, y sentía que la vida se le iba apagando...
La escarcha había dejado sobre su piel y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y sus pestañas y sus heridas un manto fino y húmedo, tan frío como un témpano. Era una capa blanca de la que no se había percatado cuando se había examinado. Quizá la confundió con el color de su piel, aterida y pálida. Sus morros inflados se amorataban tal y como los minutos corrían y su ojo herido no daba señales de querer volver a ver mundo. Un escozor interno, como un gusano que hurgase por su globo ocular, le indicaba que allí hubo en otro tiempo un iris azulado que había, posiblemente, dejado huérfano a su gemelo.
El claxon de un camión la sacó de su aturdimiento y la esperanzó inocentemente. Sin embargo, tras tres horas de espera impaciente se resignó a comprender que seguía sola, herida y desaparecida.
Por primera vez desde el accidente tuvo hambre y eso la hizo olvidarse de que un hedor familiar y fortísimo, repugnante y humillante, pululaba desde debajo de sus pantalones: se había cagado encima y ni tan siquiera había podido contenerse: no era dueña de sí misma de cintura para abajo, como si la hubiesen cortado desde el ombligo hasta los pies, separando su cuerpo en dos mitades autónomas y desconectadas. Imaginarse el panorama ya no le provocó ni arcadas: solamente una inmensa lástima hacia sí misma. Qué vergüenza cuando la encontraran de esa guisa.
El sol parecía haber alcanzado su cénit y, no obstante, el helor seguía instalado en sus carnes. Comprendió que tiritaba y que se estaba muriendo cuando un jabalí husmeó alrededor de lo que quedaba de coche y no tuvo miedo ni fuerzas para gritar.
Deliró durante un par de horas y soñó con su boda, aunque no iba vestida de blanco sino que llevaba un largo vestido malva que todos le pisaban y acababa seriamente dañado. Y a pesar de todo, sonreía sempiternamente, feliz de estar con su familia y amigos y con un Ricardo que la miraba y se le caía la baba de lo enamorado que lo tenía. La tarta olía mal pero se comió un buen trozo. Su padre, que había muerto cuando ella tenía diez años, la abrazó y le susurró que estaba muy orgulloso de ella; su madre lloraba como una madalena y su hermano mayor hizo un sinfín de brindis por los novios y su felicidad eterna. Y luego bailó y bailó hasta que un alboroto la devolvió a su triste realidad y al entreabrir su cansado ojo sano vio que cuatro o cinco bomberos estaban allí, y un estruendo rompió la puerta del coche, y quiso llorar y no pudo porque estaba deshidratada, y le pedían tranquilidad, calma, serenidad, todo iba a salir bien, la iban a sacar de allí, se iba a recuperar, y supo que le mentían pero asintió como una obediente niña y cerró el ojo y siguió con su sueño para seguir con su boda, la que nunca tuvo, la que sí que tendría Ricardo doce años más tarde, con una tal Olga, que nunca supo que una de sus parejas, ella, había muerto agonizante en un accidente de tráfico.



domingo, 12 de enero de 2014

CÓMO MATAR EL TIEMPO






Durante los próximos diez segundos no pienso pensar ni respirar ni dormir ni llorar porque estoy harta de todo y de todos y de todas y quisiera gritar por la ventana y quedarme afónica pero lo que voy a hacer en cuanto acabe este pensamiento es chillar en silencio como una psicópata fuera de sí hasta que se rompan los jarrones de este puto museo de mierda y nadie comprenda la razón de tal inaudito suceso y entonces nos digan que salgamos corriendo que hay un terremoto o que nos tiremos al suelo frío como un espejo y yo me negaré porque soy así ni más ni menos entonces seguiré berreando con la boquita cerrada y se quebrarán las lámparas anticuadas y feas que cuelgan ostentosamente del techo altísimo como esqueletos de piratas ahorcados y ya el pánico cundirá y gritos normales y sonoros inundarán como un tsunami la sala para dar lugar a una estampida de visitantes profesores alumnos guardias de seguridad guías y demás estúpidos mientras yo me quedaré sentada en un rincón disfrutando de la soledad de mi plan perfecto porque cuando fuera se den cuenta de que falto algún profesor o algún compañero o alguna compañera de clase se percatará rápidamente estoy segura pensarán que estoy en grave peligro quizá ya muerta a lo mejor herida puede que me haya dado un vahído y los fríos brazos del espejo que es este suelo me hayan acogido pero para entonces Marcos se habrá escapado del grupo sin que nadie lo pueda detener a dónde va ese chico gritará alguien aunque no se atreverá a perseguirlo y él audazmente cruzará la puerta acristalada y giratoria entrará en la sala principal y con su mente prodigiosa recordará cada recodo cada pasillo y cada puerta que le lleve hasta donde yo estaré esperándole sentada con una sonrisa de oreja a oreja en ese momento lo entenderá todo y sabrá que lo amo tanto y tanto que soy capaz de todo y tendrá que besarme y contrito hasta los huesos declararme que quiere volver conmigo.