Había estado toda la
tarde lloviendo. Allá sobre las tres comenzó una llovizna estúpida pero
insistente que fue dejando un manto sobre el paisaje como si este estuviese
sudando. Alrededor de las cinco aumentó la intensidad y se le pudo aplicar con
todas las de la ley el apelativo “chaparrón”. Durante la siguiente hora siguió
hasta que de pronto un diluvio se derramó en apenas unos segundos: calles que
parecían ríos, barrancos a punto de desbordarse y el río que creció
inopinadamente, aunque sin consecuencias fatales. Luego, pasados veinte
minutos, el cielo volvió a dar una tregua y siguió con su lluvia fina y
persistente, “calabobos” la llaman en aquella zona. Y así hasta las ocho,
cuando ya la noche hacía una hora que se había asentado: entonces dejaron de
mear los angelitos.
Había estado toda la
tarde lloviendo. No es excusa y, sin embargo, merecía recalcarlo. Podría haber
ocurrido todo igualmente, pero no fue así o, al menos, eso dijeron luego los
técnicos encargados de investigarlo: patinó de forma inesperada y fortuita y ya
todo quedó en manos del destino, Dios o quien coño haya que pedir
reclamaciones.
Aquella fatídica tarde debería
haber salido de la oficina a las siete, como siempre, pero unos malditos
informes que urgían para el día siguiente los entretuvo a todos hasta las ocho
pasadas.
-¿Una cerveza? –propuso
Álvaro, el más risueño de todos.
-Por mí, sí –se apuntó
Trini.
-Yo, también, qué
cojones, que estoy hasta las narices de tanto haber y deber...
Si Ricardo hubiera
estado en casa, no se habría apuntado, porque la estaría esperando para
cenar... Una birra y ya está, pensó y dijo, aunque no muy convencida, sino que
más bien dejándose llevar por la mayoría.
Todos marcharon al bar
donde almorzaban a menudo y allí, entre risas, chascarrillos y cervezas, se le
hicieron las nueve y cuarto.
-Bueno, chicos, ahora
sí que sí... Hasta mañana.
Cruzó la calle deprisa
sorteando los charcos y se metió en el coche, aparcado dos manzanas más allá de
la oficina. Arrancó sin perder el tiempo porque cuando llegase todavía tenía
que ducharse y cenar. Enfiló dirección sur y abandonó la ciudad, adentrándose
en las tinieblas del bosque colindante. Pronto las luces cada vez más débiles
se fueron diluyendo en su espejo retrovisor interior y cuando quiso darse
cuenta ya estaba a mitad de camino, en medio de las montañas.
Ricardo se había
encaprichado con aquella casa pese a estar a veinte minutos de la ciudad. Era
una pequeña mansión ajardinada, con piscina en forma de lago y seguridad
privada incluida. Los dueños, unos adinerados burgueses venidos a menos,
necesitaron venderla –la utilizaban como tercera residencia- para afrontar los
gastos de un cáncer que el marido padecía y que al final se lo acabó llevando.
Ricardo, enterado por un compañero de trabajo que había estudiado con su hijo,
se lo propuso a ella, quien por darle un gusto después de negarle el
descapotable, aceptó a regañadientes pues no era su ideal de vida vivir lejos
del centro de la ciudad. El amor es un tira y afloja constante, y está vez le
tocó aflojar. De aquella compra ya hacía casi dos años. Diez veces a la semana
hacía aquel camino sí o sí para ir y volver del trabajo. Me lo sé con los ojos
cerrados, decía a su madre para tranquilizarla. En realidad, el camino no era
peligroso: cuatro curvas cerradas y lo demás casi todo rectas que si bien eran
estrechas y la luz del sol apenas las iluminaba por la frondosidad de los pinos
en esa zona, no presentaban ningún problema y a los datos se remitía ella
cuando su madre se preocupaba: ni un solo accidente en los últimos diez años en
aquella carretera. La única pega que se le podía poner es que la carretera
subía y bajaba las montañas y entonces había trechos en los que se conducía por
pequeños desfiladeros, ya que el río atravesaba
Llevaba la radio y en
aquel momento sonaba un temazo de los que gritaba más que cantar. Enfiló la
primera recta de bajada y fue cuando empezó todo.
Fueron escasos segundos
y, sin embargo, la eternidad no puede ser más larga. El coche giró sobre sí
mismo como en una pista de hielo. Una vuelta, dos vueltas y a la tercera, chocó
con la puerta del copiloto contra el muro de piedra que protegía la carretera
del barranco. El golpe fue brusco y el vehículo saltó por los aires,
abandonando por primera vez el mojado asfalto. Cuántas vueltas dio en el aire
nunca se supo, pero más de una es casi seguro, así hasta que el techo del coche
fue el primero en volver a tierra, ya en la pendiente repleta de maleza.
Un minuto más tarde un
coche en sentido contrario pasó por ese mismo lugar y no pudo encontrar rastros
de ningún accidente: el barranco se la había tragado.
Estuvo inconsciente una
hora aproximadamente. Cuando despertó, aturdida, una inmensa oscuridad la
golpeó de lleno. Le dolían la cabeza y un brazo, no se sentía las piernas y en
la boca tenía el sabor amargo de la sangre reseca y todavía no notó en falta
una muela. Un ojo apenas lo pudo entreabrir, notaba ese párpado hinchado. Su
respiración se aceleró en cuanto se percató de que había tenido un accidente,
había caído con el coche por algún barranco, se encontraba encerrada en el
coche y, lo peor, se encontraba casi cabeza abajo.
A tientas buscó su
bolso, donde guardaba el móvil. En su lugar, encontró trozos de ramas, hojas
secas y pedacitos de cristales que supuso de alguna ventana. Un frío la envolvió
con tanta celeridad como el miedo a la muerte. Siguió buscando a ciegas
inútilmente, a la desesperada, con esa angustia que invade a quien perdió algo
y se niega a reconocer que no aparecerá continuando una búsqueda infructuosa,
sempiterna y caótica. Una lágrima escupida por su ojo sano resbaló por entre
los pequeños cristales que se le habían incrustado en su frente y dio de beber
a esa maraña que eran sus cabellos sucios, revueltos, aplastados.
Ni el motor, ni las
luces, ni la radio. Nada. Oscuridad absoluta envuelta de un silencio que
sofocaba su respiración aterrada y angustiadamente angustiosa.
Dios, ¿nadie se iba a
enterar de que había tenido un accidente? ¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que
corriese la voz de que no había llegado a casa? Ricardo ya la había llamado por
la tarde a la oficina y la había informado de que tenía esa noche una cena de
negocios por lo cual llegaría tarde al hotel y no la llamaría hasta el día
siguiente, cuando llegase al aeropuerto y supiese con precisión la hora en que
aterrizaría de vuelta; sus padres la llamaban en días alternos, y precisamente
aquél era el día en que no; sus compañeros de trabajo nada podrían suponer o
sospechar hasta que a la mañana siguiente no apareciese, inexplicablemente, por
la oficina... Dios, aquello era una pesadilla, no podía ser verdad, en
cualquier momento despertaría y...
Un ruidito detuvo sus
pensamientos. Era como si un pequeño animal se arrastrase por entre los
matorrales y acudiese en dirección al coche o lo que quedase de él. Apenas
perceptible por momentos, era como si se detuviese cada cierto tiempo, ese
arrastrar moviendo ramitas y llevándose consigo piedrecitas u hojas secas la
puso en alerta. Una serpiente. No, no. Quizá un pequeño roedor. Jabalíes no, el
ruido sería mayor. O tal vez el accidente le había producido una sordera y lo
que ella consideraba nimio era en realidad mayor. Miró de reojo hacia un lado y
otro, porque el cuello apenas lo podía girar: un dolor lacerante le recorría la
espalda cada vez que intentaba menearlo aunque fuese un poquito. Su corazón se
aceleró cuando el ruidito se dividió en dos: uno nuevo por detrás, a pocos
metros. Quiso gritar para pedir socorro y ahuyentar a lo que fuesen aquellas
cosas. No pudo. De su garganta reseca apenas surgieron unos quejidos que más
parecían el rasgar lejano de una cuerda desafinada que la voz suplicante de una
mujer.
Un mareo provocado tal
vez por la incómoda postura la fue capturando y pronto notó un cosquilleo
irritante en los pies que no supo interpretar si como insectos, falta de riego
sanguíneo o imaginaciones suyas. Daba igual: no podía moverlos. Sentía que
estaba aprisionada de cintura para abajo -¿o mejor decir para arriba?-. Con su
brazo sano intentó palparse el vientre y lo notó húmedo. El cinturón de seguridad
le molestaba y milagrosamente se lo pudo desabrochar. Volvió a palpar por
debajo de sus pechos y suspiró aliviada cuando se aseguró casi al cien por cien
que no estaba herida en esa zona. ¿Y la humedad? ¿Sangre que chorreaba de sus
piernas? ¿Orina? ¿Aceite o gasolina del coche o cualquier otro líquido del
auto? Gasolina no, huele demasiado fuerte. Se restregó los dedos justo en la
zona que rodeaba el ombligo y se los llevó a la punta de la nariz. Ni idea. No
conseguía razonar ni discernir.
Estaba cansada y una
debilidad cautelosa se adueñaba de toda ella, esclava de la vida rota que se le
iba derramando a cuentagotas cual clepsidra que contiene más líquido en la
parte inferior que en la superior.
Cerró el ojo pero
pronto lo tuvo que abrir: algo se había posado sobre sus labios amoratados e
hinchados como una balsa de plástico de las que usaban sus sobrinos en la
playa. Bruscamente sacó la lengua y lo que fuese desapareció en silencio.
Apenas cinco segundos volvía posarse sobre su boca. Meneó la cabeza de un lado
a otro y un latigazo de dolor que subía –o bajaba- desde su coxis paralizó su
cuello, durmiéndolo bajo el sopor de lo que parecía una descarga eléctrica y no
lo era. Lloró mientras lo que fuese bebía de la sangre reseca que había manado
de su boca deforme y más grande que la de un payaso. Y así, acunada por el
tormento y las punzadas se durmió...
Cuando despertó no
sentía la mitad de su cuerpo. El rojo amanecer se colaba por entre la densidad
y el follaje de los árboles y los arbustos y le daba una levísima claridad a su
alrededor: verdor rojizo y rojos enverdecidos. El verdor era la naturaleza que
la rodeaba, los rojos toda la sangre que había por el interior del coche:
salpicadero, volante, freno de mano... Como suponía, los cristales habían
desaparecido y solamente restos de vidrios semejantes a murallas semiderruidas
de castillos medievales a los que el tiempo había destrozado quedaban cual
estalacticas y estalagmitas brillantes. Se miró su brazo izquierdo y le pareció
que le faltaban trozos de carne. Casi vomita. Miró hacia sus piernas
aprisionadas y descubrió que una hilera desordenada de hormigas correteaban por
encima de ellas. No sentía nada. Asco. Solamente eso. Asco y nada más. Qué hora
era, nadie había visto el coche caído, cuándo alguien se daría cuenta de que le
había ocurrido algo, sobreviviría. Las preguntas se le volvían a embotar allí
dentro, le iba a explotar la cabeza, tenía sed, mucha sed, hambre no, solamente
sed, y sentía que la vida se le iba apagando...
La escarcha había
dejado sobre su piel y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y sus pestañas y sus
heridas un manto fino y húmedo, tan frío como un témpano. Era una capa blanca
de la que no se había percatado cuando se había examinado. Quizá la confundió
con el color de su piel, aterida y pálida. Sus morros inflados se amorataban
tal y como los minutos corrían y su ojo herido no daba señales de querer volver
a ver mundo. Un escozor interno, como un gusano que hurgase por su globo
ocular, le indicaba que allí hubo en otro tiempo un iris azulado que había,
posiblemente, dejado huérfano a su gemelo.
El claxon de un camión
la sacó de su aturdimiento y la esperanzó inocentemente. Sin embargo, tras tres
horas de espera impaciente se resignó a comprender que seguía sola, herida y
desaparecida.
Por primera vez desde
el accidente tuvo hambre y eso la hizo olvidarse de que un hedor familiar y
fortísimo, repugnante y humillante, pululaba desde debajo de sus pantalones: se
había cagado encima y ni tan siquiera había podido contenerse: no era dueña de
sí misma de cintura para abajo, como si la hubiesen cortado desde el ombligo
hasta los pies, separando su cuerpo en dos mitades autónomas y desconectadas.
Imaginarse el panorama ya no le provocó ni arcadas: solamente una inmensa
lástima hacia sí misma. Qué vergüenza cuando la encontraran de esa guisa.
El sol parecía haber
alcanzado su cénit y, no obstante, el helor seguía instalado en sus carnes.
Comprendió que tiritaba y que se estaba muriendo cuando un jabalí husmeó
alrededor de lo que quedaba de coche y no tuvo miedo ni fuerzas para gritar.
Deliró durante un par
de horas y soñó con su boda, aunque no iba vestida de blanco sino que llevaba
un largo vestido malva que todos le pisaban y acababa seriamente dañado. Y a
pesar de todo, sonreía sempiternamente, feliz de estar con su familia y amigos
y con un Ricardo que la miraba y se le caía la baba de lo enamorado que lo
tenía. La tarta olía mal pero se comió un buen trozo. Su padre, que había
muerto cuando ella tenía diez años, la abrazó y le susurró que estaba muy
orgulloso de ella; su madre lloraba como una madalena y su hermano mayor hizo
un sinfín de brindis por los novios y su felicidad eterna. Y luego bailó y
bailó hasta que un alboroto la devolvió a su triste realidad y al entreabrir su
cansado ojo sano vio que cuatro o cinco bomberos estaban allí, y un estruendo
rompió la puerta del coche, y quiso llorar y no pudo porque estaba
deshidratada, y le pedían tranquilidad, calma, serenidad, todo iba a salir
bien, la iban a sacar de allí, se iba a recuperar, y supo que le mentían pero
asintió como una obediente niña y cerró el ojo y siguió con su sueño para
seguir con su boda, la que nunca tuvo, la que sí que tendría Ricardo doce años
más tarde, con una tal Olga, que nunca supo que una de sus parejas, ella, había
muerto agonizante en un accidente de tráfico.