miércoles, 15 de enero de 2014

LA MENTIRA PIADOSA




Había estado toda la tarde lloviendo. Allá sobre las tres comenzó una llovizna estúpida pero insistente que fue dejando un manto sobre el paisaje como si este estuviese sudando. Alrededor de las cinco aumentó la intensidad y se le pudo aplicar con todas las de la ley el apelativo “chaparrón”. Durante la siguiente hora siguió hasta que de pronto un diluvio se derramó en apenas unos segundos: calles que parecían ríos, barrancos a punto de desbordarse y el río que creció inopinadamente, aunque sin consecuencias fatales. Luego, pasados veinte minutos, el cielo volvió a dar una tregua y siguió con su lluvia fina y persistente, “calabobos” la llaman en aquella zona. Y así hasta las ocho, cuando ya la noche hacía una hora que se había asentado: entonces dejaron de mear los angelitos.
Había estado toda la tarde lloviendo. No es excusa y, sin embargo, merecía recalcarlo. Podría haber ocurrido todo igualmente, pero no fue así o, al menos, eso dijeron luego los técnicos encargados de investigarlo: patinó de forma inesperada y fortuita y ya todo quedó en manos del destino, Dios o quien coño haya que pedir reclamaciones.
Aquella fatídica tarde debería haber salido de la oficina a las siete, como siempre, pero unos malditos informes que urgían para el día siguiente los entretuvo a todos hasta las ocho pasadas.
-¿Una cerveza? –propuso Álvaro, el más risueño de todos.
-Por mí, sí –se apuntó Trini.
-Yo, también, qué cojones, que estoy hasta las narices de tanto haber y deber...
Si Ricardo hubiera estado en casa, no se habría apuntado, porque la estaría esperando para cenar... Una birra y ya está, pensó y dijo, aunque no muy convencida, sino que más bien dejándose llevar por la mayoría.
Todos marcharon al bar donde almorzaban a menudo y allí, entre risas, chascarrillos y cervezas, se le hicieron las nueve y cuarto.
-Bueno, chicos, ahora sí que sí... Hasta mañana.
Cruzó la calle deprisa sorteando los charcos y se metió en el coche, aparcado dos manzanas más allá de la oficina. Arrancó sin perder el tiempo porque cuando llegase todavía tenía que ducharse y cenar. Enfiló dirección sur y abandonó la ciudad, adentrándose en las tinieblas del bosque colindante. Pronto las luces cada vez más débiles se fueron diluyendo en su espejo retrovisor interior y cuando quiso darse cuenta ya estaba a mitad de camino, en medio de las montañas.
Ricardo se había encaprichado con aquella casa pese a estar a veinte minutos de la ciudad. Era una pequeña mansión ajardinada, con piscina en forma de lago y seguridad privada incluida. Los dueños, unos adinerados burgueses venidos a menos, necesitaron venderla –la utilizaban como tercera residencia- para afrontar los gastos de un cáncer que el marido padecía y que al final se lo acabó llevando. Ricardo, enterado por un compañero de trabajo que había estudiado con su hijo, se lo propuso a ella, quien por darle un gusto después de negarle el descapotable, aceptó a regañadientes pues no era su ideal de vida vivir lejos del centro de la ciudad. El amor es un tira y afloja constante, y está vez le tocó aflojar. De aquella compra ya hacía casi dos años. Diez veces a la semana hacía aquel camino sí o sí para ir y volver del trabajo. Me lo sé con los ojos cerrados, decía a su madre para tranquilizarla. En realidad, el camino no era peligroso: cuatro curvas cerradas y lo demás casi todo rectas que si bien eran estrechas y la luz del sol apenas las iluminaba por la frondosidad de los pinos en esa zona, no presentaban ningún problema y a los datos se remitía ella cuando su madre se preocupaba: ni un solo accidente en los últimos diez años en aquella carretera. La única pega que se le podía poner es que la carretera subía y bajaba las montañas y entonces había trechos en los que se conducía por pequeños desfiladeros, ya que el río atravesaba
Llevaba la radio y en aquel momento sonaba un temazo de los que gritaba más que cantar. Enfiló la primera recta de bajada y fue cuando empezó todo.
Fueron escasos segundos y, sin embargo, la eternidad no puede ser más larga. El coche giró sobre sí mismo como en una pista de hielo. Una vuelta, dos vueltas y a la tercera, chocó con la puerta del copiloto contra el muro de piedra que protegía la carretera del barranco. El golpe fue brusco y el vehículo saltó por los aires, abandonando por primera vez el mojado asfalto. Cuántas vueltas dio en el aire nunca se supo, pero más de una es casi seguro, así hasta que el techo del coche fue el primero en volver a tierra, ya en la pendiente repleta de maleza.
Un minuto más tarde un coche en sentido contrario pasó por ese mismo lugar y no pudo encontrar rastros de ningún accidente: el barranco se la había tragado.
Estuvo inconsciente una hora aproximadamente. Cuando despertó, aturdida, una inmensa oscuridad la golpeó de lleno. Le dolían la cabeza y un brazo, no se sentía las piernas y en la boca tenía el sabor amargo de la sangre reseca y todavía no notó en falta una muela. Un ojo apenas lo pudo entreabrir, notaba ese párpado hinchado. Su respiración se aceleró en cuanto se percató de que había tenido un accidente, había caído con el coche por algún barranco, se encontraba encerrada en el coche y, lo peor, se encontraba casi cabeza abajo.
A tientas buscó su bolso, donde guardaba el móvil. En su lugar, encontró trozos de ramas, hojas secas y pedacitos de cristales que supuso de alguna ventana. Un frío la envolvió con tanta celeridad como el miedo a la muerte. Siguió buscando a ciegas inútilmente, a la desesperada, con esa angustia que invade a quien perdió algo y se niega a reconocer que no aparecerá continuando una búsqueda infructuosa, sempiterna y caótica. Una lágrima escupida por su ojo sano resbaló por entre los pequeños cristales que se le habían incrustado en su frente y dio de beber a esa maraña que eran sus cabellos sucios, revueltos, aplastados.
Ni el motor, ni las luces, ni la radio. Nada. Oscuridad absoluta envuelta de un silencio que sofocaba su respiración aterrada y angustiadamente angustiosa.
Dios, ¿nadie se iba a enterar de que había tenido un accidente? ¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que corriese la voz de que no había llegado a casa? Ricardo ya la había llamado por la tarde a la oficina y la había informado de que tenía esa noche una cena de negocios por lo cual llegaría tarde al hotel y no la llamaría hasta el día siguiente, cuando llegase al aeropuerto y supiese con precisión la hora en que aterrizaría de vuelta; sus padres la llamaban en días alternos, y precisamente aquél era el día en que no; sus compañeros de trabajo nada podrían suponer o sospechar hasta que a la mañana siguiente no apareciese, inexplicablemente, por la oficina... Dios, aquello era una pesadilla, no podía ser verdad, en cualquier momento despertaría y...
Un ruidito detuvo sus pensamientos. Era como si un pequeño animal se arrastrase por entre los matorrales y acudiese en dirección al coche o lo que quedase de él. Apenas perceptible por momentos, era como si se detuviese cada cierto tiempo, ese arrastrar moviendo ramitas y llevándose consigo piedrecitas u hojas secas la puso en alerta. Una serpiente. No, no. Quizá un pequeño roedor. Jabalíes no, el ruido sería mayor. O tal vez el accidente le había producido una sordera y lo que ella consideraba nimio era en realidad mayor. Miró de reojo hacia un lado y otro, porque el cuello apenas lo podía girar: un dolor lacerante le recorría la espalda cada vez que intentaba menearlo aunque fuese un poquito. Su corazón se aceleró cuando el ruidito se dividió en dos: uno nuevo por detrás, a pocos metros. Quiso gritar para pedir socorro y ahuyentar a lo que fuesen aquellas cosas. No pudo. De su garganta reseca apenas surgieron unos quejidos que más parecían el rasgar lejano de una cuerda desafinada que la voz suplicante de una mujer.
Un mareo provocado tal vez por la incómoda postura la fue capturando y pronto notó un cosquilleo irritante en los pies que no supo interpretar si como insectos, falta de riego sanguíneo o imaginaciones suyas. Daba igual: no podía moverlos. Sentía que estaba aprisionada de cintura para abajo -¿o mejor decir para arriba?-. Con su brazo sano intentó palparse el vientre y lo notó húmedo. El cinturón de seguridad le molestaba y milagrosamente se lo pudo desabrochar. Volvió a palpar por debajo de sus pechos y suspiró aliviada cuando se aseguró casi al cien por cien que no estaba herida en esa zona. ¿Y la humedad? ¿Sangre que chorreaba de sus piernas? ¿Orina? ¿Aceite o gasolina del coche o cualquier otro líquido del auto? Gasolina no, huele demasiado fuerte. Se restregó los dedos justo en la zona que rodeaba el ombligo y se los llevó a la punta de la nariz. Ni idea. No conseguía razonar ni discernir.
Estaba cansada y una debilidad cautelosa se adueñaba de toda ella, esclava de la vida rota que se le iba derramando a cuentagotas cual clepsidra que contiene más líquido en la parte inferior que en la superior.
Cerró el ojo pero pronto lo tuvo que abrir: algo se había posado sobre sus labios amoratados e hinchados como una balsa de plástico de las que usaban sus sobrinos en la playa. Bruscamente sacó la lengua y lo que fuese desapareció en silencio. Apenas cinco segundos volvía posarse sobre su boca. Meneó la cabeza de un lado a otro y un latigazo de dolor que subía –o bajaba- desde su coxis paralizó su cuello, durmiéndolo bajo el sopor de lo que parecía una descarga eléctrica y no lo era. Lloró mientras lo que fuese bebía de la sangre reseca que había manado de su boca deforme y más grande que la de un payaso. Y así, acunada por el tormento y las punzadas se durmió...
Cuando despertó no sentía la mitad de su cuerpo. El rojo amanecer se colaba por entre la densidad y el follaje de los árboles y los arbustos y le daba una levísima claridad a su alrededor: verdor rojizo y rojos enverdecidos. El verdor era la naturaleza que la rodeaba, los rojos toda la sangre que había por el interior del coche: salpicadero, volante, freno de mano... Como suponía, los cristales habían desaparecido y solamente restos de vidrios semejantes a murallas semiderruidas de castillos medievales a los que el tiempo había destrozado quedaban cual estalacticas y estalagmitas brillantes. Se miró su brazo izquierdo y le pareció que le faltaban trozos de carne. Casi vomita. Miró hacia sus piernas aprisionadas y descubrió que una hilera desordenada de hormigas correteaban por encima de ellas. No sentía nada. Asco. Solamente eso. Asco y nada más. Qué hora era, nadie había visto el coche caído, cuándo alguien se daría cuenta de que le había ocurrido algo, sobreviviría. Las preguntas se le volvían a embotar allí dentro, le iba a explotar la cabeza, tenía sed, mucha sed, hambre no, solamente sed, y sentía que la vida se le iba apagando...
La escarcha había dejado sobre su piel y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y sus pestañas y sus heridas un manto fino y húmedo, tan frío como un témpano. Era una capa blanca de la que no se había percatado cuando se había examinado. Quizá la confundió con el color de su piel, aterida y pálida. Sus morros inflados se amorataban tal y como los minutos corrían y su ojo herido no daba señales de querer volver a ver mundo. Un escozor interno, como un gusano que hurgase por su globo ocular, le indicaba que allí hubo en otro tiempo un iris azulado que había, posiblemente, dejado huérfano a su gemelo.
El claxon de un camión la sacó de su aturdimiento y la esperanzó inocentemente. Sin embargo, tras tres horas de espera impaciente se resignó a comprender que seguía sola, herida y desaparecida.
Por primera vez desde el accidente tuvo hambre y eso la hizo olvidarse de que un hedor familiar y fortísimo, repugnante y humillante, pululaba desde debajo de sus pantalones: se había cagado encima y ni tan siquiera había podido contenerse: no era dueña de sí misma de cintura para abajo, como si la hubiesen cortado desde el ombligo hasta los pies, separando su cuerpo en dos mitades autónomas y desconectadas. Imaginarse el panorama ya no le provocó ni arcadas: solamente una inmensa lástima hacia sí misma. Qué vergüenza cuando la encontraran de esa guisa.
El sol parecía haber alcanzado su cénit y, no obstante, el helor seguía instalado en sus carnes. Comprendió que tiritaba y que se estaba muriendo cuando un jabalí husmeó alrededor de lo que quedaba de coche y no tuvo miedo ni fuerzas para gritar.
Deliró durante un par de horas y soñó con su boda, aunque no iba vestida de blanco sino que llevaba un largo vestido malva que todos le pisaban y acababa seriamente dañado. Y a pesar de todo, sonreía sempiternamente, feliz de estar con su familia y amigos y con un Ricardo que la miraba y se le caía la baba de lo enamorado que lo tenía. La tarta olía mal pero se comió un buen trozo. Su padre, que había muerto cuando ella tenía diez años, la abrazó y le susurró que estaba muy orgulloso de ella; su madre lloraba como una madalena y su hermano mayor hizo un sinfín de brindis por los novios y su felicidad eterna. Y luego bailó y bailó hasta que un alboroto la devolvió a su triste realidad y al entreabrir su cansado ojo sano vio que cuatro o cinco bomberos estaban allí, y un estruendo rompió la puerta del coche, y quiso llorar y no pudo porque estaba deshidratada, y le pedían tranquilidad, calma, serenidad, todo iba a salir bien, la iban a sacar de allí, se iba a recuperar, y supo que le mentían pero asintió como una obediente niña y cerró el ojo y siguió con su sueño para seguir con su boda, la que nunca tuvo, la que sí que tendría Ricardo doce años más tarde, con una tal Olga, que nunca supo que una de sus parejas, ella, había muerto agonizante en un accidente de tráfico.



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