miércoles, 23 de abril de 2014

MICROCUENTO

Anoche amé a una mujer y mientras ella me odiaba -confesó el poeta violador.

sábado, 15 de febrero de 2014

Rutinas



Bajó del coche y entró directo a la pequeña tienda de comestibles de doña Urraca.

Suspiras y miras por la ventana aturdida y desilusionada.

Aquella tarde había decidido declararle mi amor con una carta anónima. O no.

Aquella tiendecita llevaba toda la vida en el barrio. Había sido fundada por la misma doña Urraca, en tiempos de posguerra, cuando era casi una niña.

Los golpes te duelen tremendamente, pero más todavía las últimas palabras con las que te ha amenazado, con las que te ha dejado estupefacta, sin capacidad de reacción.

Tenía que escoger las palabras precisas, para no cometer un error ni una estupidez que lanzase todo a perder. Había que ser un auténtico joyero.

Empezó como una frutería y poco a poco fue añadiendo productos cárnicos, droguería y otros productos que iba lanzando el mercado, hasta completar el pequeño comercio en un minúsculo supermercado donde se podía encontrar de todo y a muy buen precio.

No te atreves a llamar a la policía porque temes que su amenaza se cumpla. Te acurrucas contra la ventana, sentada en el frío suelo, y lloras y suspiras, porque nunca te imaginaste que el hombre de tu vida se pudiera convertir en ese manojo de puñetazos.

Dudé entre verso y prosa, porque en la lírica me manejaba con mayor soltura y las florituras encajaban mucho mejor; pero me decanté por la prosa porque no quería perderla en versículos rimbombantes cuando el mensaje en sí era muy sencillo.

Se quedó viuda cuando frisaba los cuarenta. Dos hijos en edad escolar y un negocio por delante. Con la ayuda de una hermana solterona sacó todo con rectitud, paciencia y éxito: su hijo era médico en un hospital, su hija una famosa jueza y la tienda había perdurado con más ganancias que pérdidas. Le quedaban tres meses para jubilarse.

Queda una hora para que vayas a recoger a la pequeña al cole. No tiene que enterarse de nada. Ahora te maquillarás perfectamente, como siempre, y entre el colorete, las cremas y las gafas de sol disimularás cualquier atisbo de violencia que haya hollado en tu rostro taciturno y miedoso. Y la sonrisa que no falte. Esa sonrisa afectada y diaria.

¿Brevedad o explicación minuciosa? Estoy hecho un lío. Vamos, vamos, ¿no te irás a asustar ahora por esta estupidez? Porque, a fin de cuentas, aquello iba a acaba mal, muy mal. Por eso lo de estupidez. ¿Qué haría cuando recibiera la nota? Seguramente reírse con sonoras carcajadas. Muy argentinas. Y romperla. Eso casi seguro.

Después de comer eran las horas en que casi nadie iba a la tienda; por eso, en sus primeros tiempos, doña Urraba cerraba de tres a cinco, como los cánones mandaban, según decía ella misma. Pero la competencia, siempre la maldita competencia, la había obligado a abrir a esas horas intempestivas en que se duerme la siesta y se hace la digestión de las lentejas, aunque casi nunca entraba nadie. Menos aquella tarde.

Al mal tiempo, buena cara, piensas mientras te plisas la falda y te miras por enésima vez en el espejo del baño. Que nadie sepa nada, que nadie note nada, que nadie tenga motivos para preguntar nada. Y menos la niña. Ya tiene ocho años y puede percatarse de todo. No. Eso nunca. Ella tiene que seguir en su mundo paradisiaco y tú convertir el infierno personal en un arco iris externo. Qué sabe nadie, dice la canción. Pues eso.

“Tanto amor se agrupa en mi costado que, por amar, amo hasta lo que no amo...” Como versión de los versos hernandianos no está mal, pero demasiado cutre. Ella no captaría ni el esfuerzo intelectual ni la belleza del original ni nada. Sería como dar flores a un cerdo, salvando las distancias, por supuesto. Ella no es un cerdo, no. Pero su gusto cultural y literario podría estar a su nivel si se les realizase un estudio a los dos.

Vio cómo aparcaba en doble fila y cómo entraba apresuradamente en la tienda. Era un joven atractivo aunque con barba desaliñada y ojeras profusas. Se fue directo a la zona de bebidas alcohólicas y desde allí echaba ojeadas a doña Urraca, que permanecía imperturbable en su silla tras el mostrador, desde donde observaba todos los pasillos de su tiendecilla. Finalmente, con la mirada baja y las manos temblorosas se acercó con una botella de un buen vino y susurró: “Esto es un atraco, señora.”
En el portal, justo al salir del ascensor, te cruzas con doña Susi, esa cotilla que husmea por las esquinas como una rata en busca de carroña. Ella quiere darte charla, pero la cortas bruscamente con la excusa de que la niña sale y llegarás tarde. Se queda con un palmo de tres narices y su última y apresurada pregunta sólo recibe el portazo de la puerta que da a la calle como respuesta válida. A tomar por culo. Ya estás harta. Quien quiera saber, mierda para él. Bastante tiene una con lo suyo ya...

¡Es tan complicado esto del amor! Debería haber manuales, pero auténticos, no esas pseudoguías que pretenden ofrecer todo un maremágnum de ideas, consejos y planes y al final resulta que se descubre que su autor es un solterón desgraciado o su autora se ha divorciado seis veces.  Pero no nos desviemos del tema. Veamos, un buen comienzo quizá fuese: “Tanto que decirte y en qué pocas palabras se podría resumir. En dos, solamente en dos... ¿Te las imaginas? Es fácil como fácil fue enamorarse...”

Está nervioso porque es la primera vez que comete un atraco. Su pulso tiembla alocadamente mientras grita y pide prisa a doña Urraca, que hace como que no comprende nada. “Un atraco, abuela, un atraco”, insiste. “O me da todo el dinero de la caja o le meto un tiro entre ceja y ceja”, comienza a impacientarse. Esta vez parece ser que la anciana lo entiende y con toda su parsimonia abre la caja.

La niña te besa y se cuelga de tu cuello mientras te cuenta lo mucho que te echó de menos y todo lo que ha hecho hoy en el cole. Su sonrisa y su júbilo son vida y te contagian. De camino a casa os quedáis un rato en el parque, donde juega con sus amiguitas y sus amiguitos también. Y en tanto la madre de uno te cuenta su loco día, tú vas barruntando y perfeccionando el plan que llevas meditando desde hace mucho.

Las cursilerías... ¿están de moda? Es jugársela al todo o nada. Pero a lo mejor ella es más directa y no le gustan las oscuridades ni los juegos de palabras ni la morcillería poética... Da igual, da igual. Lo importante es que sea el corazón quien hable, y que hable directo a su corazón. Si eso ocurre, el mensaje da igual lo empalagoso que esté: cumplirá su función informativa y, ojalá, su función argumentoapelativa.

“¿Estás contando las monedas o qué narices haces con esa pachorra, eh?” En efecto, doña Urraca depositó las monedas en la bolsa que el propio atracador le había entregado una a una, casi acariciándolas o puede que despidiéndose de ellas, cuando la verdad es que algunas no hace ni cuatro horas que habían acabado allí. “¿Ya está?”

Has duchado a la niña y ahora está sentada haciendo deberes. Aprovechas para preparar la cena. Primero la de ella, para que en cuanto acabe sus tareas escolares, cene viendo un rato la tele y luego a dormir, a veces incluso antes de que llegue él. Después, su cena, algo distinto a ti, porque da la casualidad de que esa noche no tienes gana.

“Desde el primer día que te vi ocurrió un flechazo, pues otra explicación no tiene lo que sentí instantáneamente. Comenzó a palpitar más rápido, tal y como haría el de un caballo desbocado o el motor de un Ferrari. Me gustas y siento que eres la mujer de mi vida, la que siempre he estado esperando y que por fin me llegó...”

“¿Lo de la caja fuerte también?” No podía creer lo que estaba escuchando. Esta vieja estaba chalada. O le estaba tomando el pelo. ¿Una caja fuerte allí? Veamos si era así. “Por supuesto, señora, por supuesto”, y se le escapaba una sonrisa avariciosa.

Llega de mal humor, pero tú no le diriges la palabra. Se sienta en la silla y el gruñido que te lanza significa que quiere que le sirvas la cena ya. Sales de la habitación de la niña, donde la estabas arropando, y le pones delante su plato de lentejas, su preferido.

Cuando termino la declaración amorosa, la encierro en un sobre y escribo mi nombre y el número de mi puerta. Salgo al rellano, voy hasta su puerta, le toco el timbre y dejo el sobre encima de la esterilla donde pone “Bienvenidos”. Alea jacta est.

Doña Urraca abrió una estantería frontal y apareció una pequeña caja fuerte. Introdujo la contraseña, giró la ruedecita que chirriaba y se descubrieron varios paquetes de billetes.

“¿Y el vino qué?”, reclama a grito pelado. “¿Me lo sacas o me tengo que comer todo a palo seco?” Obedeces sumisamente y bebe largamente, sin apenas saborearlo.

Paseas nervioso por el pasillo, impaciente. No has oído nada extraño desde detrás de la puerta de tu casa: ni gritos de sorpresa, emoción o enfado. Necesitas su respuesta...

Y de repente le apuntó con un arma que sacó de entre los fajos y le disparó con acierto.

Cuando quiere darse cuenta, agoniza envenado ante ti. Dulce vino, dulce vida.

Tocan el timbre y, atacado por los nervios, descubro por la mirilla que es su marido.







lunes, 27 de enero de 2014

Comienzo del libro "Diario de un parto (o tres damas en mi jardín)"





                                     A Sheila

Mujer, no soy digno
de que entres en mi alma,
mas un beso en mis labios tuyo
bastará para salvarme.




  




21-10-09 (De madrugada)

Porque ya empiezo a creer en los sueños
y porque cada día amanece;
y porque este volcán crece y crece
aunque no queramos tú y yo, sus dueños.

Porque tus ojos son rayos vitales
que hacen florecer mil camposantos,
y porque llenas de otros diez mil cantos
los silencios que parecen mortales.

Porque cada rosa que hay en tu risa
huele a mar en verano, a paraíso
inmortal; porque mi corazón quiso
amarte tan despacio y tan deprisa.

Porque si marchas se apagan las luces
de esta carretera; porque si vienes
esperándote, impaciente, me tienes
desclavándome de todas las cruces.

Porque si amanece pero no estás,
anochece; porque si no te tengo
ya no sé si es que voy o si es que vengo.

Porque me urges para vivir en paz.




              22-10-09

Que callen los vientos, ¡callen!
Que se marchen sus susurros
de las calles.

Ahora quiero silencio
tan puro como las plumas
del almendro.

¡Que callen los vientos! ¡No hablen!
Quien los llamó que les diga
que se marchen.

Que necesito el silencio
limpio y alto de los montes
de este pueblo.

¡Que callen los vientos! ¡Lárguense!
Váyanse sus alaridos
por los valles.

Ando buscando silencio,
gran amigo inspirador
de estos versos.

¡Que callen los vientos! ¡Callen!


25-20-09

Tu nombre rima con eternidad,
pero casi siempre con alegría
fresca, que da de comer a mi día
y a mi noche la llena de verdad,

verdad de pasión. Tu nombre es piedad
y lujuria, aventura que pedía
mi triste vida de monotonía
seria, hasta que llegó tu libertad.

Tu nombre es en la oscuridad mi sol,
mi canción, mi gaviota de colores,
mi tálamo, mi reina de las diosas,

mi alba espuma de las sangrientas rosas,
mi calle dulce, y de los amores
tu nombre es el único amor.



25-10-09 – 10-11-09

Atravesarás unos mares verdes
de espliego verde y de verdes pinos,
sin otras algas, caracolas, peces,
que los que publican sus tallos finos.

Allí estoy. Allí vivo. Allí sueño

mis versos.

sábado, 18 de enero de 2014

Algunas notas sobre "La casa de hojas" de Mark Z. Danielewski



La lectura de esta maravillosa novela no dejará a nadie indiferente, ya sea porque le parezca una odisea infumable o bien porque en ella encuentre algo diferente que el mercado editorial no suele ofrecer salvo en clásicos que no siempre hay en las librerías.
Danielewski consigue con esta su primera novela una obra vanguardista que si bien no aporta grandes novedades, puesto que muchas de esas particularidades ya las encontramos en otros autores, sean de la época que sean, sí que se agradece que un autor novel se atreva a juntarlas, mezclarlas y entregar al lector un ejercicio de inteligencia, terror y humor. La necesidad de un receptor activo y audaz es la nota más llamativa de este novelón –entienda cada cual este término por su extensión o por su calidad, o por ambos- del que no vamos a hacer un análisis exhaustivo, sino del que vamos a citar las que, a nuestro parecer, son las cuatro características que lo distinguen de la gran mayoría de novelas que se editan hoy en día –para nuestra desgracia- porque juega con los límites y la imaginación suprema en todos los ámbitos.

(i) JUEGO DE NARRADORES. El “tópico del manuscrito encontrado” que tan sabia y famosamente ofreció Cervantes en El Quijote y que luego han seguido y copiado y versionado tantos y tantos escritores se da también en La casa de hojas. Haciendo un recuento encontramos en esta novela cuatro principales narradores: 1) Navidson y sus vídeos, con los que construye un documental titulado El informe Navidson, que cuenta la historia de la misteriosa casa y sus exploraciones; 2) Zampanò, un ciego misterioso y sabio que recuerda a Borges, quien –Zampanò, que no Borges- basándose principalmente en el documental aunque aportando numerosísima bibliografía, relata la historia de la casa de Ash Tree Lane; 3) Johnny Truant, tatuador juerguista, que encuentra el ingente material preparado por Zampanò y le da forma, pero además incluye notas a pie de página que en la mayoría de ocasiones no tienen nada que ver con el hilo argumental, aunque proporcionan un punto cómico y mordaz que conecta de inmediato con el lector; 4) los editores que sacan a la luz el trabajo preparado por Truant y además incluyen notas informativas que complementan todo aquello que el tatuador editor-compilador fue incapaz de resolver (por ejemplo, traducciones de citas célebres que aparecen en su lengua original). Sin embargo, otros muchos narradores ocasionales se dan cita para complementar esta historia: las cartas de la madre de Truant, la voz de Holloway cuando se queda solo y que su vídeo nos recupera, las entrevistas a Reston y Karen, la historia de Tom, o las opiniones de famosos que aparecen en “Lo que les ha parecido a algunos” (tales como Anne Rice, Harold Bloom, Stephen King, Stanley Kubrick, o Jennifer Antipala). Tantos puntos de vista y tantas perspectivas que requieren de un lector atento para no perderse en ese maremágnum de voces.

(ii) INTERTEXTUALIDAD. El narrador/narradores de La casa de hojas se vale de la cita de multitud de textos que añaden, complementan, matizan o abren nuevas puertas/hojas a lo que se cuenta. Pero hay que distinguir entre dos tipos de textos que aparecen en la novela: los reales (por ejemplo, las citas a comienzo de los capítulos como las de Mary Shelley, La Biblia, Jack London, E. A. Poe, Virgilio, Baudelaire o J. L. Borges) y los claramente ficticios o falsos (verbigracia, toda la bibliografía relacionada con El expediente Navidson que incluye incluso tres escuelas de pensamiento que debaten “la razón exacta que llevó a Navidson a entrar de nuevo en la casa”, páginas 385-407). Toda esta bibliografía falsa que puede llevar a confusión realidad-ficción al lector es todo un juego que recuerda, de nuevo, inevitablemente, al gran Borges.

(iii) PASTICHE. En esta novela cabe todo, porque en ella se nos dan muestras de todo tipo de textos que en ocasiones pueden sorprender al lector, pero lo que pretende en realidad es simular una verosimilitud que, obviamente, no tiene: textos narrativos, textos científicos, textos poéticos, guiones o textos dramáticos, fotografías, cartas (una de ellas encriptada), extensos listados de arquitectos u obras arquitectónicas, textos filosóficos, entrevistas, pentagrama musical con melodía, bibliografía...

(iv) JUEGOS VISUALES. Sin duda esta es la característica que más sorprende al lector de esta curiosa novela. A lo largo de la novela, en algunos capítulos, el texto se relaciona con su contenido tomando formas visuales que recuerdan a los caligramas, aunque en esta ocasión no son poemas, sino que páginas narrativas que simulan y sustituyen las imágenes que se están relatando, intentando –a nuestro parecer, con éxito- romper con ese dicho que dice que “una imagen vale más que mil palabras”. Un ejemplo perfecto de todo lo dicho anteriormente es el Capítulo IX, en el que Holloway, Jed y Wax se introducen por ese pasillo de oscuridad que se bifurca en un dédalo inmenso en el que el desconcierto y caos se transmiten al lector con una lectura laberíntica que requiere de un lector activo y, casi podríamos decir, con dotes espeleológicas. Otro ejemplo que ilustra a la perfección es el impresionante Capítulo XX, donde subimos, bajamos, nos asomamos al abismo, trepamos por escalerillas, atravesamos pasillos a cuatro patas o flotamos en la inmensa oscuridad horripilante con Navidson.

Estas son sólo algunas de las razones por las que merece la pena abordar esta novela que está llamada a no dejar indiferente a nadie.

Por cierto, que no se nos escapa, que al hablar sobre La casa de hojas contribuimos a que este libro crezca y crezca, y todo lo que antes hemos citado se expanda más y más, haciendo que las raíces y las hojas aumenten sin cesar. Esa es, quizá, la gran broma que esconde Danielewski en esas más de 700 páginas.

miércoles, 15 de enero de 2014

LA MENTIRA PIADOSA




Había estado toda la tarde lloviendo. Allá sobre las tres comenzó una llovizna estúpida pero insistente que fue dejando un manto sobre el paisaje como si este estuviese sudando. Alrededor de las cinco aumentó la intensidad y se le pudo aplicar con todas las de la ley el apelativo “chaparrón”. Durante la siguiente hora siguió hasta que de pronto un diluvio se derramó en apenas unos segundos: calles que parecían ríos, barrancos a punto de desbordarse y el río que creció inopinadamente, aunque sin consecuencias fatales. Luego, pasados veinte minutos, el cielo volvió a dar una tregua y siguió con su lluvia fina y persistente, “calabobos” la llaman en aquella zona. Y así hasta las ocho, cuando ya la noche hacía una hora que se había asentado: entonces dejaron de mear los angelitos.
Había estado toda la tarde lloviendo. No es excusa y, sin embargo, merecía recalcarlo. Podría haber ocurrido todo igualmente, pero no fue así o, al menos, eso dijeron luego los técnicos encargados de investigarlo: patinó de forma inesperada y fortuita y ya todo quedó en manos del destino, Dios o quien coño haya que pedir reclamaciones.
Aquella fatídica tarde debería haber salido de la oficina a las siete, como siempre, pero unos malditos informes que urgían para el día siguiente los entretuvo a todos hasta las ocho pasadas.
-¿Una cerveza? –propuso Álvaro, el más risueño de todos.
-Por mí, sí –se apuntó Trini.
-Yo, también, qué cojones, que estoy hasta las narices de tanto haber y deber...
Si Ricardo hubiera estado en casa, no se habría apuntado, porque la estaría esperando para cenar... Una birra y ya está, pensó y dijo, aunque no muy convencida, sino que más bien dejándose llevar por la mayoría.
Todos marcharon al bar donde almorzaban a menudo y allí, entre risas, chascarrillos y cervezas, se le hicieron las nueve y cuarto.
-Bueno, chicos, ahora sí que sí... Hasta mañana.
Cruzó la calle deprisa sorteando los charcos y se metió en el coche, aparcado dos manzanas más allá de la oficina. Arrancó sin perder el tiempo porque cuando llegase todavía tenía que ducharse y cenar. Enfiló dirección sur y abandonó la ciudad, adentrándose en las tinieblas del bosque colindante. Pronto las luces cada vez más débiles se fueron diluyendo en su espejo retrovisor interior y cuando quiso darse cuenta ya estaba a mitad de camino, en medio de las montañas.
Ricardo se había encaprichado con aquella casa pese a estar a veinte minutos de la ciudad. Era una pequeña mansión ajardinada, con piscina en forma de lago y seguridad privada incluida. Los dueños, unos adinerados burgueses venidos a menos, necesitaron venderla –la utilizaban como tercera residencia- para afrontar los gastos de un cáncer que el marido padecía y que al final se lo acabó llevando. Ricardo, enterado por un compañero de trabajo que había estudiado con su hijo, se lo propuso a ella, quien por darle un gusto después de negarle el descapotable, aceptó a regañadientes pues no era su ideal de vida vivir lejos del centro de la ciudad. El amor es un tira y afloja constante, y está vez le tocó aflojar. De aquella compra ya hacía casi dos años. Diez veces a la semana hacía aquel camino sí o sí para ir y volver del trabajo. Me lo sé con los ojos cerrados, decía a su madre para tranquilizarla. En realidad, el camino no era peligroso: cuatro curvas cerradas y lo demás casi todo rectas que si bien eran estrechas y la luz del sol apenas las iluminaba por la frondosidad de los pinos en esa zona, no presentaban ningún problema y a los datos se remitía ella cuando su madre se preocupaba: ni un solo accidente en los últimos diez años en aquella carretera. La única pega que se le podía poner es que la carretera subía y bajaba las montañas y entonces había trechos en los que se conducía por pequeños desfiladeros, ya que el río atravesaba
Llevaba la radio y en aquel momento sonaba un temazo de los que gritaba más que cantar. Enfiló la primera recta de bajada y fue cuando empezó todo.
Fueron escasos segundos y, sin embargo, la eternidad no puede ser más larga. El coche giró sobre sí mismo como en una pista de hielo. Una vuelta, dos vueltas y a la tercera, chocó con la puerta del copiloto contra el muro de piedra que protegía la carretera del barranco. El golpe fue brusco y el vehículo saltó por los aires, abandonando por primera vez el mojado asfalto. Cuántas vueltas dio en el aire nunca se supo, pero más de una es casi seguro, así hasta que el techo del coche fue el primero en volver a tierra, ya en la pendiente repleta de maleza.
Un minuto más tarde un coche en sentido contrario pasó por ese mismo lugar y no pudo encontrar rastros de ningún accidente: el barranco se la había tragado.
Estuvo inconsciente una hora aproximadamente. Cuando despertó, aturdida, una inmensa oscuridad la golpeó de lleno. Le dolían la cabeza y un brazo, no se sentía las piernas y en la boca tenía el sabor amargo de la sangre reseca y todavía no notó en falta una muela. Un ojo apenas lo pudo entreabrir, notaba ese párpado hinchado. Su respiración se aceleró en cuanto se percató de que había tenido un accidente, había caído con el coche por algún barranco, se encontraba encerrada en el coche y, lo peor, se encontraba casi cabeza abajo.
A tientas buscó su bolso, donde guardaba el móvil. En su lugar, encontró trozos de ramas, hojas secas y pedacitos de cristales que supuso de alguna ventana. Un frío la envolvió con tanta celeridad como el miedo a la muerte. Siguió buscando a ciegas inútilmente, a la desesperada, con esa angustia que invade a quien perdió algo y se niega a reconocer que no aparecerá continuando una búsqueda infructuosa, sempiterna y caótica. Una lágrima escupida por su ojo sano resbaló por entre los pequeños cristales que se le habían incrustado en su frente y dio de beber a esa maraña que eran sus cabellos sucios, revueltos, aplastados.
Ni el motor, ni las luces, ni la radio. Nada. Oscuridad absoluta envuelta de un silencio que sofocaba su respiración aterrada y angustiadamente angustiosa.
Dios, ¿nadie se iba a enterar de que había tenido un accidente? ¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que corriese la voz de que no había llegado a casa? Ricardo ya la había llamado por la tarde a la oficina y la había informado de que tenía esa noche una cena de negocios por lo cual llegaría tarde al hotel y no la llamaría hasta el día siguiente, cuando llegase al aeropuerto y supiese con precisión la hora en que aterrizaría de vuelta; sus padres la llamaban en días alternos, y precisamente aquél era el día en que no; sus compañeros de trabajo nada podrían suponer o sospechar hasta que a la mañana siguiente no apareciese, inexplicablemente, por la oficina... Dios, aquello era una pesadilla, no podía ser verdad, en cualquier momento despertaría y...
Un ruidito detuvo sus pensamientos. Era como si un pequeño animal se arrastrase por entre los matorrales y acudiese en dirección al coche o lo que quedase de él. Apenas perceptible por momentos, era como si se detuviese cada cierto tiempo, ese arrastrar moviendo ramitas y llevándose consigo piedrecitas u hojas secas la puso en alerta. Una serpiente. No, no. Quizá un pequeño roedor. Jabalíes no, el ruido sería mayor. O tal vez el accidente le había producido una sordera y lo que ella consideraba nimio era en realidad mayor. Miró de reojo hacia un lado y otro, porque el cuello apenas lo podía girar: un dolor lacerante le recorría la espalda cada vez que intentaba menearlo aunque fuese un poquito. Su corazón se aceleró cuando el ruidito se dividió en dos: uno nuevo por detrás, a pocos metros. Quiso gritar para pedir socorro y ahuyentar a lo que fuesen aquellas cosas. No pudo. De su garganta reseca apenas surgieron unos quejidos que más parecían el rasgar lejano de una cuerda desafinada que la voz suplicante de una mujer.
Un mareo provocado tal vez por la incómoda postura la fue capturando y pronto notó un cosquilleo irritante en los pies que no supo interpretar si como insectos, falta de riego sanguíneo o imaginaciones suyas. Daba igual: no podía moverlos. Sentía que estaba aprisionada de cintura para abajo -¿o mejor decir para arriba?-. Con su brazo sano intentó palparse el vientre y lo notó húmedo. El cinturón de seguridad le molestaba y milagrosamente se lo pudo desabrochar. Volvió a palpar por debajo de sus pechos y suspiró aliviada cuando se aseguró casi al cien por cien que no estaba herida en esa zona. ¿Y la humedad? ¿Sangre que chorreaba de sus piernas? ¿Orina? ¿Aceite o gasolina del coche o cualquier otro líquido del auto? Gasolina no, huele demasiado fuerte. Se restregó los dedos justo en la zona que rodeaba el ombligo y se los llevó a la punta de la nariz. Ni idea. No conseguía razonar ni discernir.
Estaba cansada y una debilidad cautelosa se adueñaba de toda ella, esclava de la vida rota que se le iba derramando a cuentagotas cual clepsidra que contiene más líquido en la parte inferior que en la superior.
Cerró el ojo pero pronto lo tuvo que abrir: algo se había posado sobre sus labios amoratados e hinchados como una balsa de plástico de las que usaban sus sobrinos en la playa. Bruscamente sacó la lengua y lo que fuese desapareció en silencio. Apenas cinco segundos volvía posarse sobre su boca. Meneó la cabeza de un lado a otro y un latigazo de dolor que subía –o bajaba- desde su coxis paralizó su cuello, durmiéndolo bajo el sopor de lo que parecía una descarga eléctrica y no lo era. Lloró mientras lo que fuese bebía de la sangre reseca que había manado de su boca deforme y más grande que la de un payaso. Y así, acunada por el tormento y las punzadas se durmió...
Cuando despertó no sentía la mitad de su cuerpo. El rojo amanecer se colaba por entre la densidad y el follaje de los árboles y los arbustos y le daba una levísima claridad a su alrededor: verdor rojizo y rojos enverdecidos. El verdor era la naturaleza que la rodeaba, los rojos toda la sangre que había por el interior del coche: salpicadero, volante, freno de mano... Como suponía, los cristales habían desaparecido y solamente restos de vidrios semejantes a murallas semiderruidas de castillos medievales a los que el tiempo había destrozado quedaban cual estalacticas y estalagmitas brillantes. Se miró su brazo izquierdo y le pareció que le faltaban trozos de carne. Casi vomita. Miró hacia sus piernas aprisionadas y descubrió que una hilera desordenada de hormigas correteaban por encima de ellas. No sentía nada. Asco. Solamente eso. Asco y nada más. Qué hora era, nadie había visto el coche caído, cuándo alguien se daría cuenta de que le había ocurrido algo, sobreviviría. Las preguntas se le volvían a embotar allí dentro, le iba a explotar la cabeza, tenía sed, mucha sed, hambre no, solamente sed, y sentía que la vida se le iba apagando...
La escarcha había dejado sobre su piel y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y sus pestañas y sus heridas un manto fino y húmedo, tan frío como un témpano. Era una capa blanca de la que no se había percatado cuando se había examinado. Quizá la confundió con el color de su piel, aterida y pálida. Sus morros inflados se amorataban tal y como los minutos corrían y su ojo herido no daba señales de querer volver a ver mundo. Un escozor interno, como un gusano que hurgase por su globo ocular, le indicaba que allí hubo en otro tiempo un iris azulado que había, posiblemente, dejado huérfano a su gemelo.
El claxon de un camión la sacó de su aturdimiento y la esperanzó inocentemente. Sin embargo, tras tres horas de espera impaciente se resignó a comprender que seguía sola, herida y desaparecida.
Por primera vez desde el accidente tuvo hambre y eso la hizo olvidarse de que un hedor familiar y fortísimo, repugnante y humillante, pululaba desde debajo de sus pantalones: se había cagado encima y ni tan siquiera había podido contenerse: no era dueña de sí misma de cintura para abajo, como si la hubiesen cortado desde el ombligo hasta los pies, separando su cuerpo en dos mitades autónomas y desconectadas. Imaginarse el panorama ya no le provocó ni arcadas: solamente una inmensa lástima hacia sí misma. Qué vergüenza cuando la encontraran de esa guisa.
El sol parecía haber alcanzado su cénit y, no obstante, el helor seguía instalado en sus carnes. Comprendió que tiritaba y que se estaba muriendo cuando un jabalí husmeó alrededor de lo que quedaba de coche y no tuvo miedo ni fuerzas para gritar.
Deliró durante un par de horas y soñó con su boda, aunque no iba vestida de blanco sino que llevaba un largo vestido malva que todos le pisaban y acababa seriamente dañado. Y a pesar de todo, sonreía sempiternamente, feliz de estar con su familia y amigos y con un Ricardo que la miraba y se le caía la baba de lo enamorado que lo tenía. La tarta olía mal pero se comió un buen trozo. Su padre, que había muerto cuando ella tenía diez años, la abrazó y le susurró que estaba muy orgulloso de ella; su madre lloraba como una madalena y su hermano mayor hizo un sinfín de brindis por los novios y su felicidad eterna. Y luego bailó y bailó hasta que un alboroto la devolvió a su triste realidad y al entreabrir su cansado ojo sano vio que cuatro o cinco bomberos estaban allí, y un estruendo rompió la puerta del coche, y quiso llorar y no pudo porque estaba deshidratada, y le pedían tranquilidad, calma, serenidad, todo iba a salir bien, la iban a sacar de allí, se iba a recuperar, y supo que le mentían pero asintió como una obediente niña y cerró el ojo y siguió con su sueño para seguir con su boda, la que nunca tuvo, la que sí que tendría Ricardo doce años más tarde, con una tal Olga, que nunca supo que una de sus parejas, ella, había muerto agonizante en un accidente de tráfico.



domingo, 12 de enero de 2014

CÓMO MATAR EL TIEMPO






Durante los próximos diez segundos no pienso pensar ni respirar ni dormir ni llorar porque estoy harta de todo y de todos y de todas y quisiera gritar por la ventana y quedarme afónica pero lo que voy a hacer en cuanto acabe este pensamiento es chillar en silencio como una psicópata fuera de sí hasta que se rompan los jarrones de este puto museo de mierda y nadie comprenda la razón de tal inaudito suceso y entonces nos digan que salgamos corriendo que hay un terremoto o que nos tiremos al suelo frío como un espejo y yo me negaré porque soy así ni más ni menos entonces seguiré berreando con la boquita cerrada y se quebrarán las lámparas anticuadas y feas que cuelgan ostentosamente del techo altísimo como esqueletos de piratas ahorcados y ya el pánico cundirá y gritos normales y sonoros inundarán como un tsunami la sala para dar lugar a una estampida de visitantes profesores alumnos guardias de seguridad guías y demás estúpidos mientras yo me quedaré sentada en un rincón disfrutando de la soledad de mi plan perfecto porque cuando fuera se den cuenta de que falto algún profesor o algún compañero o alguna compañera de clase se percatará rápidamente estoy segura pensarán que estoy en grave peligro quizá ya muerta a lo mejor herida puede que me haya dado un vahído y los fríos brazos del espejo que es este suelo me hayan acogido pero para entonces Marcos se habrá escapado del grupo sin que nadie lo pueda detener a dónde va ese chico gritará alguien aunque no se atreverá a perseguirlo y él audazmente cruzará la puerta acristalada y giratoria entrará en la sala principal y con su mente prodigiosa recordará cada recodo cada pasillo y cada puerta que le lleve hasta donde yo estaré esperándole sentada con una sonrisa de oreja a oreja en ese momento lo entenderá todo y sabrá que lo amo tanto y tanto que soy capaz de todo y tendrá que besarme y contrito hasta los huesos declararme que quiere volver conmigo.

Como una dulce playa sonriente

A la princesa de sonrisa eterna

Como una dulce playa sonriente
que bate palmas y quiere soñar.
Como la magia de un beso valiente
que se juega la vida ante el mar.

Como un altar con cirios encendidos
que reza por un dios no celestial.
Como un grupito de niños perdidos
en un jardín de dulces inmortal.

Como un ramo de rosas que pregona
que las estrellas vuelven a bailar.
Como esa risa que no abandona
mientras recita versos de azahar.

Como una melodía encantada
que susurra siempre la libertad.
Como esa luz azul que está mojada
porque se refrescó en la gran verdad.

Como las viejas fotos que no mueren,
como una luna llena sin manchar,
como esos dos amantes que se quieren
amparados en la oscuridad.

Como el amanecer de cada día,
como luna de miel por estrenar,
como un gran arco iris de alegría:
así, junto a ti, es el verbo amar.

EL ÚLTIMO DÍA DE VERANO




Recuerdo aquel verano como si fuese el último, no porque me marcara especialmente, sino porque fui muy feliz, más de lo que no llegaría a ser después.
Concretamente, si debo escoger un día, una perla de las tantas que ensartan ese collar luminoso y estival de mis quince años, sin dudarlo, recojo con añoranza y pasión aquel jueves de agosto.
Me acuerdo perfectamente de que era un día precioso, con el cielo limpio y brillante, presidido por un sol tan redondo que parecía cuadrado. No me despertó el trinar de los pájaros ni los potentes rayos de sol que se colaban por mi persiana. Para nada. Fue la música atronadora del vecino, que siempre se ponía el volumen de los altavoces de su equipo de música al máximo cuando cortaba el césped de su pequeño jardín. Intenté taparme con la almohada para aislarme de los pasodobles que se expandían como peste, pero fui inútil: la voz de mi abuela cantando al unísono se unió y ella estaba bajo mi ventana, barriendo las hojas que habían caído de uno de los grandes pinos que había ya en el terreno, antes de que mi padre lo comprara y construyera la casa y la piscina, indispensables para que sus hijos quisiéramos pasar el verano allí y no cerca de la playa.
Miré la hora en el despertador que me habían traído los Reyes las pasadas navidades. Las diez y diez. No era muy temprano, la verdad. Sin embargo, la noche anterior habíamos salido y nos habíamos acostado alrededor de las cuatro de la madrugada. La noche anterior... Qué noche más rara.
Me estiré en la cama todo lo largo que pude, como un gato desperezándose, y sonreí como un imbécil al que le ha despertado una modelo exuberante. Qué noche...
Me toqué la mejilla con mi mano derecha y sentí un calor diferente al de mi piel. Un beso puede quedar tatuado en la mejilla y en los labios y donde sea, siempre depende de quién lo dé y cómo lo reciba el destinatario. No sabía dónde había leído eso alguna vez. Ni tan siquiera si lo había leído. Quizá soñado. O puede que me lo estuviera inventando. Daba igual. Era bonito.
En mi mano seguía la pulserita de lana que me había entregado, como símbolo de algo que yo no podía entender. Comprendía, no obstante, que simbolizaba algo importante y por eso no me la había quitado para dormir. De hecho, me había dormido acariciándola dulcemente. Era roja como sus labios.
Nos habíamos acercado a la urbanización de al lado, nuestros archienemigos cuando nos enfrentábamos a ellos en el partido semanal en verano. La palabra archienemigos puede que sea demasiado exagerada, puesto que siempre les ganábamos de goleada, pero la verdad era que cada vez que jugábamos contra ellos nuestro pundonor parecía estar en juego. Por eso cada gol fallado o encajado nos dolía como una terrible e hipotético derrota –por suerte, jamás llegó-. Estaban en fiestas y pensábamos infiltrarnos –creíamos ser unos héroes valientes cuando en realidad nadie nos decía nada e incluso agradecían que consumiéramos refrescos y bailáramos, rellenando así más la pista de baile-. Jordi, el más mayor del grupo, podía consumir alcohol puesto que tenía dieciocho años cumplidos desde abril. Nosotros nos aprovechábamos de esa circunstancia para que él nos sacase los cubatas que le pidiéramos. Nos los bebíamos a escondidas, un poco apartados, y luego regresábamos para bailar y divertirnos, a veces reírnos cruelmente de algunos personajes que por allí había, como por ejemplo el chico cojo que tenía una pierna metálica y al que temíamos tremendamente cuando jugábamos contra ellos, ya que sus patadas podían ser muy dolorosas, o el muchacho estirado con el pelo cepillo, cuyas gafas le ocupaban toda la cara y nos recordaba a un muñeco de helados, o la hermana mayor del portero, ambos porreros consumidos y experimentados, pese a tener ella nuestra edad y él apenas diez, que tenía la cara picada y una nariz tan respingona como la de un payaso televisivo. Éramos crueles, en efecto, no lo voy a negar.
Las canciones del verano sonaban y nosotros, inocentes adolescentes, las bailábamos concienzudamente, siguiendo al milímetro todas las coreografías que iban desde un zoológico entero a un movimiento que pretendía ser sensual y que de sensual, precisamente, no tenía nada. Como locos, algunos incluso como poseídos, movíamos el cuerpo, había quienes mejor, y sudábamos igual que en una carrera de medio fondo.
De repente, aparecieron de la nada un grupo de chicas que no habíamos visto en los tres veranos anteriores. Las había de todos tipos: rubias, morenas, bajitas, gordas, esbeltas, más crías, más desarrolladas, guapitas, feúchas, provocativas e infantiles. ¡Y solamente eran seis! Jordi fue el que dio la señal con el típico silbido que indicaba que chicas guapas y solas habían sido oteadas en el horizonte. Con un gesto muy suyo, golpe de cabeza lateral, nos indicó hacia donde teníamos que dirigir nuestras miradas y, cómo no, nuestro capitán no nos defraudó.
-La rubia está para darle un buen viaje hasta que se acabe la gasolina- comentó demasiado circunspecto Abel, que era un año mayor que yo aunque ambos nos consideráramos como dos hermanos gemelos. (No nos parecíamos en nada, ni físicamente ni en forma de ser y, sin embargo, todavía hoy sigo creyendo que éramos almas gemelas).
Yo, en cambio, me fijé en la que todos coincidieron que era la más normalita, la menos sobresaliente tanto para bien como para mal, y no pude entender jamás cómo no se prendieron todos de ella y no de la rubia o de otra morena tetona que también había. Era castaña, con unos cabellos lisos y largos que le llegaban hasta por detrás de sus perfectas rodillas. Sus ojos eran rasgados y marrones como el otoño, custodiados por unas largas pestañas y unas mejillas rojas tal y como el clavel del pasodoble que justo estaba sonando en aquel instante mismo. Su boca me pareció una fuente rosa, donde rompía la espuma de sus dientes formando una sonrisa que ni en los tebeos de mi infancia. No era delgada ni gorda, sino que tenía un cuerpo y una estatura proporcionadas para mi gusto y mis deseos. Vestía con unos vaqueros que le quedaban geniales y una camiseta fucsia de tirantes que dejaba asomar un escote, si bien no generoso, sí atractivo y provocativo a la vez. Tenía pintadas las veinte uñas de color negro, a juego con las sandalias y el cinturón que rodeaba, qué envidia, su talle.
Nos miraron como se mira a una jauría de perros abandonados que te encuentras en la calle y te miran entre lastimosa y lujuriosamente –puede que no exista esa combinación, pero haced el esfuerzo, por favor-. Luego, se dividieron en dos: un grupo de tres se fue hacia la pista, mientras que las otras tres –mi musa, la rubia y la morena tetona- se dirigieron hacia la barra. La morena, de tanto en tanto, se giraba y nos lanzaba miraditas y sonrisitas bobas, y Jordi empezó a babear con disimulo, aunque nos lo negase. De hecho, tales eran su prepotencia y su orgullo, que nos afirmó que no le gustaba en absoluto y que lo tenía crudo si creía que le iban a encandilar con esas niñerías –el tiempo, como siempre, le quitó la razón y al final del verano acabaron liándose-.
-Yo voy a por una Fanta- cortó el silencio Abel.
-¡Pero si tienes una entera en la mano!- le contestó Ruperto, pobre Ruperto, un idiota rubio que era más mascota que amigo.
Inmediatamente, vació el casi lleno vaso en el suelo entre el suelo y los pies de Ríos, el payaso redondo del grupo, y replicó mientras marchaba hacia su punto de mira:
-Ya no.
Yo lo seguí porque deseaba acercarme a aquella desconocida y Ruperto para no ser objeto de las burlas del resto.
Les estaban sirviendo unos refrescos cuando nos acercamos los tres mosqueteros y fue Abel, con toda la caradura que lo caracterizaba, quien rompió el fuego:
-¡Hola!
Ellas nos miraron divertidas y la rubia, que parecía ser la menos ruborizada, nos contestó:
-Hola, chatos.
Chatos. Esa fue la palabra con la que nos calificó. No se me olvidará jamás, ni aunque volviera a nacer con otra identidad podría olvidar ese primer “hola, chatos”.
-¿Sois nuevas?- continuó el ataque Abel, que se había pedido ya la Fanta y, apoyado varonilmente en la barra con su codo izquierdo, no le quitaba ojo encima a la rubia. –Porque no me sonáis del año pasado...
Unas risitas que hubiesen parecido idiotas antaño pero que ahora me resultaban admirables porque brotaban de la boquita de mi ángel fueron toda la respuesta que nos dieron.
-¿Cómo os llamáis?- siguió Abel, que no se daba por vencido jamás, aunque yo creo que lo hizo para que Ruperto no tomase la palabra.
-Yo soy Ana –dijo la rubia-, y estas son Patricia –la morena tetona- y Zoe –que me miró dulcemente-.
-Yo Abel –y le estampó dos besos en cada mejilla sin previo aviso. –Y estos son mis amigos.
Y ya está. Así era él. Ni nuestros nombres ni dos besos al resto de chicas ni pollas. Grande Abel, grande.
-Encantadas. Yo soy Patricia –y nos dio dos besos a los tres. Creo que Ruperto no se lavó la cara en todo el verano.
-Ruperto –le dije señalándolo antes de que me besara, puesto que el bobo se había enervado y no había conseguido articular ni su propio nombre.- Yo soy Jaime.
Y luego me fui disparado a por Zoe, a la que di los dos protocolarios besos y sentí que el rubor me subía hasta las sienes.
-Bueno- se adelantó de nuevo la rubia, que parecía no querer perder protagonismo-, nos vamos con nuestras amigas a la pista a bailar un rato. Encantadas. Y si queréis bailar un rato, allí estamos.
Aquel trío se marchó dejando una estela perfumada que en mí provocó algo raro, en Abel un amago de erección –como él mismo nos reconoció días más tarde- y en Ruperto... ¡vete a saber en qué pensaba Ruperto!
-¿Qué? ¿Cómo ha ido todo? ¿Os han dado mucho plantón? –nos recibió Jordi que no le quitaba un ojo de encima a la morena tetona.
-Nos están esperando en la pista, don listillo –respondió chulescamente Abel, que se acabó su refresco naranja de un único trago. –Así que ¿vamos o seguimos pringando?
-La rubia quiere candela y yo estoy encendido –añadió Ríos, al que el único cubata que se había tomado ya se le había subido demasiado pronto, para variar.
Jordi le dio una palmada en la parte posterior de la cabeza que sonó mucho menos de lo que debió doler.
-Tus ganas- le amenazó Abel y Ruperto le sacó la lengua burlonamente.
Nos encaminamos como una manada de leones que salen de caza hacia nuestras presas, gacelas apetitosas que nos llamaban sibilinamente desde sus territorios. La música sonaba frenética y los cuerpos, algunos de niños y otros reumáticos, todos agrupados pero no revueltos, siguiendo su propia melodía interna y expulsándola a través de sus miembros, sus caderas y sus bocas cantarinas. Algunos parecían posesos, otros se creían bailarines profesionales y otros, pocos, pero haberlos los había, simplemente se comportaban como capullos.
Abel llegó hasta Ana y empezó a bailar a sus espaldas siguiendo sus movimientos pélvicos laterales. Ella se separó prudentemente para dejar el suficiente espacio como para que él no se sintiese despreciado pero para que a su vez no hubiera roce alguno. Ruperto se puso a hacer el imbécil y nadie se sorprendió. Ríos, se acercó a  una de las feas que no nos habían presentado y le empezó a comer la bola de esa manera tan graciosa que solamente él es capaz, con lo cual rápidamente provocó en ella unas risas sinceras pero amistosas para su cotidiana desgracia. Por su parte, Jordi se aproximó marcando bíceps a la morena tetona y se presentaron mutuamente –saltaron las chispas aunque lo negasen durante tantos y tantos días-.
Cómo acabé a solas con Zoe sigue siendo una incógnita hoy en día. Parece ser que mi memoria ha sufrido un lapsus para esos minutos que llevan de la soledad y la admiración a la charla y el placer. Ella me sonreía y me contestaba dulcemente. Parecía encantada con mi conversación y mis nervios se fueron diluyendo a medida que sus risas retumbaban en mis oídos. Sí que recuerdo que le dije que eran muy bonitas las pulseras de lana que llevaba en la muñeca, seis, eran seis, imposible olvidarlas, y me respondió que las hacía ellas. Me regaló una de las que llevaba puestas y me sentí el hombre más feliz del mundo. Me armé de valor y le propuse bailar. Aceptó tímidamente y allí fue donde entre todos formamos un coro de baile que si bien empezó con un merengue zumbón terminó con una balada de película, una de esas que hasta entonces yo siempre había odiado y las chicas siempre suspiraban cada vez que la escuchaban, esperando un príncipe como el protagonista de la película pelma por ende. Ella se pegó mucho a mí. No mucho, la verdad, pero lo suficiente como para que para mí fuese mucho. Casi podía sentir su cuerpo contra el mío y me sentía en una nube.
Cuando la canción acabó, como de la nada apareció la tetona y la avisó de que ya se tenían que ir. Una losa encima de mi corazón y lanzada desde Marte me hubiese dolido menos.
-Ven mañana –se despidió de mí mientras me dejaba el recuerdo de un beso en la mejilla, ese mismo que aquella mañana siguiente rememoraba, acariciándome la barba incipiente donde sus labios se habían posado.
-Me ha dicho que volvamos mañana –les informé al resto mientras volvíamos a casa tan satisfechos como cansados pese a que no había motivos para celebrar victorias pero tampoco para llorar derrotas.
-Mañana me queda lejos. Yo a la rubia me la follo esta noche –y nos guiñó cómplicemente desatando unas carcajadas entre todo el grupo, quizá porque la mayoría pensaban lo mismo pero con su propia oveja. Yo, no. Al menos, por esta vez.
Bajé a desayunar con la sonrisa bobalicona.
-¿Desayunar a estas horas? –me recriminó mi madre. Aun así, me puso un vaso de leche caliente y un paquete de galletas delante de mí, retadora, en plan: a ver si puedes con esto y con la sopa para comer. Miré el reloj que colgaba encima del fregadero: eran las once y media largas. Más de una hora de recuerdos dulcísimos.
Engullí vorazmente diez galletas, sin mojarlas, y tragué de una sola vez todo el contenido de leche con cola-cao. Luego, sin recoger nada, ¡sin recoger nada, quién lo diría!, salí pitando hacia la valla metálica que separaba nuestro terreno del de los padres de Abel.
Su madre, que tenía toda la alegría que le faltaba de estatura, apareció tras los cuatro berridos que pegué reclamando a su hijo.
-Está en el baño, ahora sale- me respondió.
¿Estaría con la rubia?, me pregunté, pero antes de que tuviese tiempo para contestarme hacía acto de presencia Abel. Tenía que ayudar a su padre a pintar unas paredes, así que hasta después de comer no podría salir.
-Nos vemos a las tres y media donde siempre y nos vamos a tomar unos carajillos o unos helados. Así las vemos, que la rubia se me ha desfigurado un poco su carita de chupona.
Así era él. Y seguirá, supongo. El tiempo lo cambia todo menos las verdades de la adolescencia.
Se me hizo eterna la espera. No acudí a buscar al resto porque Jordi ya había dicho que dormiría hasta las dos y pobre del que fuese a despertarlo, Ríos estaba esclavizado por su tío, el sargento albañil, Marcos vivía demasiado lejos y quizá no valía la pena hacer tanto camino bajo ese sol asesino porque casi ninguna mañana salía, puesto que tenía que estudiar para las tres que le habían quedado para septiembre, y Ruperto... ¿quién quería la compañía de Ruperto si no había alguien más para reírse de él? Conclusión: pasé la mañana leyendo, tomando el sol y bañándome en la piscina, sin olvidarme de Zoe, cuyo nombre me sabía a gloria.
Muchas tardes íbamos a un bar que había en una de las urbanizaciones vecinas, donde los dueños, dos jóvenes hermanos tan agradables como distintos, nos conocían sobradamente. Allí, en su terraza techada por la sombra de pinos tal vez centenarios, saboreábamos polos, bebíamos granizados o nos emborrachábamos con megacarajillos a un precio módico. No éramos los únicos: incluso jóvenes de toda la provincia acudían en coche o moto para apreciar el perfecto culo de la novia de uno de los dueños, tomarse uno de esos megacarajillos que tanto renombre tenían, y, la gran mayoría, para fumarse a sus anchas su porro.
-Tendríamos que haberles preguntado en qué casa estaban... ¿Cómo sabrán que estamos aquí? –se impacientaba Abel.
-Joder, tíos, qué pesados con las niñatas esas... –se hacía el duro Jordi.
-¡Por allí vienen! –bromeaba el capullo de Ruperto, que como castigo por crearnos falsas expectativas recibía puñetazos amistosos, algunos no tanto, en los brazos y en las piernas.
Yo estaba nervioso, demasiado, esperando ansioso que apareciese Zoe. ¡Tenía tantas ganas de verla!
Las horas se consumían lentamente, y entre carajillo y carajillo jugábamos al tute cabrón o contábamos chistes verdes aunque ya nos los supiésemos algunos. Ruperto siempre reía, el muy imbécil, y todavía no sé si porque quería darnos coba o porque olvidaba rápido y cada repetición era para él la primera. Cuando ya pensábamos que nos habían tomado el pelo, aparecieron como de la nada la rubia y la morena tetona, ambas con unos vestiditos veraniegos que dejaban traslucir sus bikinis. ¿Y Zoe?, pensé de inmediato. Dejaron la charla animada que mantenían en cuanto estuvieron lo suficientemente cerca como para que las pudiésemos oír, y nos sonrieron y saludaron cual mascotas abandonadas en casa a solas durante tres días. ¿Y Zoe?, seguí pensando mientras las besábamos pero me mordí la lengua. Sé paciente, me dije, no muestres desesperación.
-¿Qué queréis tomar? –preguntó Jordi y solícito marchó dentro a buscarles sus dos refrescos. Menos mal que no le gustaba babear por ninguna...
Llevábamos media hora de charla y no me pude aguantar más:
-¿Y Zoe?
-Zoe no está. Se marchó anoche a casa con sus padres cuando nos fuimos –contestó Ana y siguió la conversación que yo había interrumpido con toda tranquilidad, como si fuese una simple aclaración sin importancia.
Patricia me miró con lástima. La única de todos.
¿Pero por qué? ¿No va a volver más? ¿No dijo que me dijeseis nada? ¿Tenéis su número? ¿Dónde vive? ¿No tiene casa aquí? ¿De quién es familia? Las preguntas se me agolpaban en la mente y me atolondraban, casi mareaban. No sé si empecé a sudar, ahora desde la distancia temporal diría que sí, pero quizá son imaginaciones mías, no lo podría asegurar ni un diez por ciento. Sus palabras se volvieron un torbellino de sonidos retardados y deformados y perdí la noción de todo lo que acontecía a mi alrededor.
-¿Vienes? –me preguntó y zarandeó Jordi.
Volví a la increíble realidad.
-Que si vienes a la piscina o qué, que vamos todos a la de la urbanización que éstas nos invitan...
Acepté de mal grado y me aburrí mucho aquella tarde.
Ya no supe más de Zoe porque nunca más volvió. Yo tampoco pregunté por ella. No quise hacerme el enamoradizo, pese a estarlo hasta los huesos o eso creía.

Recuerdo aquel verano como si fuese el último, no porque me marcara especialmente, sino porque fui muy feliz, más de lo que no llegaría a ser después.
Concretamente, si debo escoger un día, una perla de las tantas que ensartan ese collar luminoso y estival de mis quince años, sin dudarlo, recojo con añoranza y pasión aquel jueves de agosto.
Eso dije y no lo desdigo. Porque durante aquel día, aquel jueves augusto, durante unas horas, aquella Zoe que nunca más volví a ver me dijo una mentira que me hizo sentir la felicidad más pura que puede sentir un chico a aquella edad.
La pulsera de lana, por cierto, la tiré el último día de verano.