Recuerdo aquel verano
como si fuese el último, no porque me marcara especialmente, sino porque fui
muy feliz, más de lo que no llegaría a ser después.
Concretamente, si debo
escoger un día, una perla de las tantas que ensartan ese collar luminoso y estival
de mis quince años, sin dudarlo, recojo con añoranza y pasión aquel jueves de
agosto.
Me acuerdo
perfectamente de que era un día precioso, con el cielo limpio y brillante,
presidido por un sol tan redondo que parecía cuadrado. No me despertó el trinar
de los pájaros ni los potentes rayos de sol que se colaban por mi persiana.
Para nada. Fue la música atronadora del vecino, que siempre se ponía el volumen
de los altavoces de su equipo de música al máximo cuando cortaba el césped de
su pequeño jardín. Intenté taparme con la almohada para aislarme de los
pasodobles que se expandían como peste, pero fui inútil: la voz de mi abuela
cantando al unísono se unió y ella estaba bajo mi ventana, barriendo las hojas
que habían caído de uno de los grandes pinos que había ya en el terreno, antes
de que mi padre lo comprara y construyera la casa y la piscina, indispensables
para que sus hijos quisiéramos pasar el verano allí y no cerca de la playa.
Miré la hora en el
despertador que me habían traído los Reyes las pasadas navidades. Las diez y
diez. No era muy temprano, la verdad. Sin embargo, la noche anterior habíamos
salido y nos habíamos acostado alrededor de las cuatro de la madrugada. La
noche anterior... Qué noche más rara.
Me estiré en la cama
todo lo largo que pude, como un gato desperezándose, y sonreí como un imbécil
al que le ha despertado una modelo exuberante. Qué noche...
Me toqué la mejilla con
mi mano derecha y sentí un calor diferente al de mi piel. Un beso puede quedar
tatuado en la mejilla y en los labios y donde sea, siempre depende de quién lo
dé y cómo lo reciba el destinatario. No sabía dónde había leído eso alguna vez.
Ni tan siquiera si lo había leído. Quizá soñado. O puede que me lo estuviera
inventando. Daba igual. Era bonito.
En mi mano seguía la
pulserita de lana que me había entregado, como símbolo de algo que yo no podía
entender. Comprendía, no obstante, que simbolizaba algo importante y por eso no
me la había quitado para dormir. De hecho, me había dormido acariciándola
dulcemente. Era roja como sus labios.
Nos habíamos acercado a
la urbanización de al lado, nuestros archienemigos cuando nos enfrentábamos a
ellos en el partido semanal en verano. La palabra archienemigos puede que sea
demasiado exagerada, puesto que siempre les ganábamos de goleada, pero la
verdad era que cada vez que jugábamos contra ellos nuestro pundonor parecía
estar en juego. Por eso cada gol fallado o encajado nos dolía como una terrible
e hipotético derrota –por suerte, jamás llegó-. Estaban en fiestas y pensábamos
infiltrarnos –creíamos ser unos héroes valientes cuando en realidad nadie nos
decía nada e incluso agradecían que consumiéramos refrescos y bailáramos,
rellenando así más la pista de baile-. Jordi, el más mayor del grupo, podía
consumir alcohol puesto que tenía dieciocho años cumplidos desde abril.
Nosotros nos aprovechábamos de esa circunstancia para que él nos sacase los
cubatas que le pidiéramos. Nos los bebíamos a escondidas, un poco apartados, y
luego regresábamos para bailar y divertirnos, a veces reírnos cruelmente de
algunos personajes que por allí había, como por ejemplo el chico cojo que tenía
una pierna metálica y al que temíamos tremendamente cuando jugábamos contra
ellos, ya que sus patadas podían ser muy dolorosas, o el muchacho estirado con
el pelo cepillo, cuyas gafas le ocupaban toda la cara y nos recordaba a un
muñeco de helados, o la hermana mayor del portero, ambos porreros consumidos y
experimentados, pese a tener ella nuestra edad y él apenas diez, que tenía la
cara picada y una nariz tan respingona como la de un payaso televisivo. Éramos
crueles, en efecto, no lo voy a negar.
Las canciones del
verano sonaban y nosotros, inocentes adolescentes, las bailábamos
concienzudamente, siguiendo al milímetro todas las coreografías que iban desde
un zoológico entero a un movimiento que pretendía ser sensual y que de sensual,
precisamente, no tenía nada. Como locos, algunos incluso como poseídos,
movíamos el cuerpo, había quienes mejor, y sudábamos igual que en una carrera
de medio fondo.
De repente, aparecieron
de la nada un grupo de chicas que no habíamos visto en los tres veranos
anteriores. Las había de todos tipos: rubias, morenas, bajitas, gordas,
esbeltas, más crías, más desarrolladas, guapitas, feúchas, provocativas e
infantiles. ¡Y solamente eran seis! Jordi fue el que dio la señal con el típico
silbido que indicaba que chicas guapas y solas habían sido oteadas en el
horizonte. Con un gesto muy suyo, golpe de cabeza lateral, nos indicó hacia
donde teníamos que dirigir nuestras miradas y, cómo no, nuestro capitán no nos
defraudó.
-La rubia está para
darle un buen viaje hasta que se acabe la gasolina- comentó demasiado
circunspecto Abel, que era un año mayor que yo aunque ambos nos consideráramos
como dos hermanos gemelos. (No nos parecíamos en nada, ni físicamente ni en
forma de ser y, sin embargo, todavía hoy sigo creyendo que éramos almas
gemelas).
Yo, en cambio, me fijé
en la que todos coincidieron que era la más normalita, la menos sobresaliente
tanto para bien como para mal, y no pude entender jamás cómo no se prendieron
todos de ella y no de la rubia o de otra morena tetona que también había. Era
castaña, con unos cabellos lisos y largos que le llegaban hasta por detrás de
sus perfectas rodillas. Sus ojos eran rasgados y marrones como el otoño,
custodiados por unas largas pestañas y unas mejillas rojas tal y como el clavel
del pasodoble que justo estaba sonando en aquel instante mismo. Su boca me
pareció una fuente rosa, donde rompía la espuma de sus dientes formando una
sonrisa que ni en los tebeos de mi infancia. No era delgada ni gorda, sino que
tenía un cuerpo y una estatura proporcionadas para mi gusto y mis deseos.
Vestía con unos vaqueros que le quedaban geniales y una camiseta fucsia de
tirantes que dejaba asomar un escote, si bien no generoso, sí atractivo y
provocativo a la vez. Tenía pintadas las veinte uñas de color negro, a juego
con las sandalias y el cinturón que rodeaba, qué envidia, su talle.
Nos miraron como se
mira a una jauría de perros abandonados que te encuentras en la calle y te
miran entre lastimosa y lujuriosamente –puede que no exista esa combinación,
pero haced el esfuerzo, por favor-. Luego, se dividieron en dos: un grupo de
tres se fue hacia la pista, mientras que las otras tres –mi musa, la rubia y la
morena tetona- se dirigieron hacia la barra. La morena, de tanto en tanto, se
giraba y nos lanzaba miraditas y sonrisitas bobas, y Jordi empezó a babear con
disimulo, aunque nos lo negase. De hecho, tales eran su prepotencia y su
orgullo, que nos afirmó que no le gustaba en absoluto y que lo tenía crudo si
creía que le iban a encandilar con esas niñerías –el tiempo, como siempre, le
quitó la razón y al final del verano acabaron liándose-.
-Yo voy a por una
Fanta- cortó el silencio Abel.
-¡Pero si tienes una
entera en la mano!- le contestó Ruperto, pobre Ruperto, un idiota rubio que era
más mascota que amigo.
Inmediatamente, vació
el casi lleno vaso en el suelo entre el suelo y los pies de Ríos, el payaso
redondo del grupo, y replicó mientras marchaba hacia su punto de mira:
-Ya no.
Yo lo seguí porque
deseaba acercarme a aquella desconocida y Ruperto para no ser objeto de las
burlas del resto.
Les estaban sirviendo
unos refrescos cuando nos acercamos los tres mosqueteros y fue Abel, con toda
la caradura que lo caracterizaba, quien rompió el fuego:
-¡Hola!
Ellas nos miraron
divertidas y la rubia, que parecía ser la menos ruborizada, nos contestó:
-Hola, chatos.
Chatos. Esa fue la
palabra con la que nos calificó. No se me olvidará jamás, ni aunque volviera a
nacer con otra identidad podría olvidar ese primer “hola, chatos”.
-¿Sois nuevas?-
continuó el ataque Abel, que se había pedido ya la Fanta y, apoyado
varonilmente en la barra con su codo izquierdo, no le quitaba ojo encima a la
rubia. –Porque no me sonáis del año pasado...
Unas risitas que
hubiesen parecido idiotas antaño pero que ahora me resultaban admirables porque
brotaban de la boquita de mi ángel fueron toda la respuesta que nos dieron.
-¿Cómo os llamáis?-
siguió Abel, que no se daba por vencido jamás, aunque yo creo que lo hizo para
que Ruperto no tomase la palabra.
-Yo soy Ana –dijo la
rubia-, y estas son Patricia –la morena tetona- y Zoe –que me miró dulcemente-.
-Yo Abel –y le estampó
dos besos en cada mejilla sin previo aviso. –Y estos son mis amigos.
Y ya está. Así era él.
Ni nuestros nombres ni dos besos al resto de chicas ni pollas. Grande Abel,
grande.
-Encantadas. Yo soy
Patricia –y nos dio dos besos a los tres. Creo que Ruperto no se lavó la cara
en todo el verano.
-Ruperto –le dije
señalándolo antes de que me besara, puesto que el bobo se había enervado y no
había conseguido articular ni su propio nombre.- Yo soy Jaime.
Y luego me fui
disparado a por Zoe, a la que di los dos protocolarios besos y sentí que el
rubor me subía hasta las sienes.
-Bueno- se adelantó de
nuevo la rubia, que parecía no querer perder protagonismo-, nos vamos con
nuestras amigas a la pista a bailar un rato. Encantadas. Y si queréis bailar un
rato, allí estamos.
Aquel trío se marchó
dejando una estela perfumada que en mí provocó algo raro, en Abel un amago de
erección –como él mismo nos reconoció días más tarde- y en Ruperto... ¡vete a
saber en qué pensaba Ruperto!
-¿Qué? ¿Cómo ha ido
todo? ¿Os han dado mucho plantón? –nos recibió Jordi que no le quitaba un ojo
de encima a la morena tetona.
-Nos están esperando en
la pista, don listillo –respondió chulescamente Abel, que se acabó su refresco
naranja de un único trago. –Así que ¿vamos o seguimos pringando?
-La rubia quiere
candela y yo estoy encendido –añadió Ríos, al que el único cubata que se había
tomado ya se le había subido demasiado pronto, para variar.
Jordi le dio una
palmada en la parte posterior de la cabeza que sonó mucho menos de lo que debió
doler.
-Tus ganas- le amenazó
Abel y Ruperto le sacó la lengua burlonamente.
Nos encaminamos como
una manada de leones que salen de caza hacia nuestras presas, gacelas
apetitosas que nos llamaban sibilinamente desde sus territorios. La música
sonaba frenética y los cuerpos, algunos de niños y otros reumáticos, todos
agrupados pero no revueltos, siguiendo su propia melodía interna y expulsándola
a través de sus miembros, sus caderas y sus bocas cantarinas. Algunos parecían posesos,
otros se creían bailarines profesionales y otros, pocos, pero haberlos los
había, simplemente se comportaban como capullos.
Abel llegó hasta Ana y
empezó a bailar a sus espaldas siguiendo sus movimientos pélvicos laterales.
Ella se separó prudentemente para dejar el suficiente espacio como para que él
no se sintiese despreciado pero para que a su vez no hubiera roce alguno.
Ruperto se puso a hacer el imbécil y nadie se sorprendió. Ríos, se acercó
a una de las feas que no nos habían
presentado y le empezó a comer la bola de esa manera tan graciosa que solamente
él es capaz, con lo cual rápidamente provocó en ella unas risas sinceras pero
amistosas para su cotidiana desgracia. Por su parte, Jordi se aproximó marcando
bíceps a la morena tetona y se presentaron mutuamente –saltaron las chispas
aunque lo negasen durante tantos y tantos días-.
Cómo acabé a solas con
Zoe sigue siendo una incógnita hoy en día. Parece ser que mi memoria ha sufrido
un lapsus para esos minutos que llevan de la soledad y la admiración a la
charla y el placer. Ella me sonreía y me contestaba dulcemente. Parecía
encantada con mi conversación y mis nervios se fueron diluyendo a medida que
sus risas retumbaban en mis oídos. Sí que recuerdo que le dije que eran muy
bonitas las pulseras de lana que llevaba en la muñeca, seis, eran seis,
imposible olvidarlas, y me respondió que las hacía ellas. Me regaló una de las
que llevaba puestas y me sentí el hombre más feliz del mundo. Me armé de valor
y le propuse bailar. Aceptó tímidamente y allí fue donde entre todos formamos
un coro de baile que si bien empezó con un merengue zumbón terminó con una balada
de película, una de esas que hasta entonces yo siempre había odiado y las
chicas siempre suspiraban cada vez que la escuchaban, esperando un príncipe
como el protagonista de la película pelma por ende. Ella se pegó mucho a mí. No
mucho, la verdad, pero lo suficiente como para que para mí fuese mucho. Casi
podía sentir su cuerpo contra el mío y me sentía en una nube.
Cuando la canción
acabó, como de la nada apareció la tetona y la avisó de que ya se tenían que
ir. Una losa encima de mi corazón y lanzada desde Marte me hubiese dolido
menos.
-Ven mañana –se
despidió de mí mientras me dejaba el recuerdo de un beso en la mejilla, ese
mismo que aquella mañana siguiente rememoraba, acariciándome la barba
incipiente donde sus labios se habían posado.
-Me ha dicho que
volvamos mañana –les informé al resto mientras volvíamos a casa tan satisfechos
como cansados pese a que no había motivos para celebrar victorias pero tampoco
para llorar derrotas.
-Mañana me queda lejos.
Yo a la rubia me la follo esta noche –y nos guiñó cómplicemente desatando unas
carcajadas entre todo el grupo, quizá porque la mayoría pensaban lo mismo pero
con su propia oveja. Yo, no. Al menos, por esta vez.
Bajé a desayunar con la
sonrisa bobalicona.
-¿Desayunar a estas
horas? –me recriminó mi madre. Aun así, me puso un vaso de leche caliente y un
paquete de galletas delante de mí, retadora, en plan: a ver si puedes con esto
y con la sopa para comer. Miré el reloj que colgaba encima del fregadero: eran
las once y media largas. Más de una hora de recuerdos dulcísimos.
Engullí vorazmente diez
galletas, sin mojarlas, y tragué de una sola vez todo el contenido de leche con
cola-cao. Luego, sin recoger nada, ¡sin recoger nada, quién lo diría!, salí
pitando hacia la valla metálica que separaba nuestro terreno del de los padres
de Abel.
Su madre, que tenía
toda la alegría que le faltaba de estatura, apareció tras los cuatro berridos
que pegué reclamando a su hijo.
-Está en el baño, ahora
sale- me respondió.
¿Estaría con la rubia?,
me pregunté, pero antes de que tuviese tiempo para contestarme hacía acto de
presencia Abel. Tenía que ayudar a su padre a pintar unas paredes, así que
hasta después de comer no podría salir.
-Nos vemos a las tres y
media donde siempre y nos vamos a tomar unos carajillos o unos helados. Así las
vemos, que la rubia se me ha desfigurado un poco su carita de chupona.
Así era él. Y seguirá,
supongo. El tiempo lo cambia todo menos las verdades de la adolescencia.
Se me hizo eterna la
espera. No acudí a buscar al resto porque Jordi ya había dicho que dormiría
hasta las dos y pobre del que fuese a despertarlo, Ríos estaba esclavizado por
su tío, el sargento albañil, Marcos vivía demasiado lejos y quizá no valía la
pena hacer tanto camino bajo ese sol asesino porque casi ninguna mañana salía,
puesto que tenía que estudiar para las tres que le habían quedado para
septiembre, y Ruperto... ¿quién quería la compañía de Ruperto si no había
alguien más para reírse de él? Conclusión: pasé la mañana leyendo, tomando el
sol y bañándome en la piscina, sin olvidarme de Zoe, cuyo nombre me sabía a
gloria.
Muchas tardes íbamos a
un bar que había en una de las urbanizaciones vecinas, donde los dueños, dos
jóvenes hermanos tan agradables como distintos, nos conocían sobradamente.
Allí, en su terraza techada por la sombra de pinos tal vez centenarios,
saboreábamos polos, bebíamos granizados o nos emborrachábamos con
megacarajillos a un precio módico. No éramos los únicos: incluso jóvenes de
toda la provincia acudían en coche o moto para apreciar el perfecto culo de la
novia de uno de los dueños, tomarse uno de esos megacarajillos que tanto
renombre tenían, y, la gran mayoría, para fumarse a sus anchas su porro.
-Tendríamos que
haberles preguntado en qué casa estaban... ¿Cómo sabrán que estamos aquí? –se
impacientaba Abel.
-Joder, tíos, qué
pesados con las niñatas esas... –se hacía el duro Jordi.
-¡Por allí vienen!
–bromeaba el capullo de Ruperto, que como castigo por crearnos falsas
expectativas recibía puñetazos amistosos, algunos no tanto, en los brazos y en
las piernas.
Yo estaba nervioso,
demasiado, esperando ansioso que apareciese Zoe. ¡Tenía tantas ganas de verla!
Las horas se consumían
lentamente, y entre carajillo y carajillo jugábamos al tute cabrón o contábamos
chistes verdes aunque ya nos los supiésemos algunos. Ruperto siempre reía, el
muy imbécil, y todavía no sé si porque quería darnos coba o porque olvidaba
rápido y cada repetición era para él la primera. Cuando ya pensábamos que nos
habían tomado el pelo, aparecieron como de la nada la rubia y la morena tetona,
ambas con unos vestiditos veraniegos que dejaban traslucir sus bikinis. ¿Y
Zoe?, pensé de inmediato. Dejaron la charla animada que mantenían en cuanto
estuvieron lo suficientemente cerca como para que las pudiésemos oír, y nos
sonrieron y saludaron cual mascotas abandonadas en casa a solas durante tres
días. ¿Y Zoe?, seguí pensando mientras las besábamos pero me mordí la lengua.
Sé paciente, me dije, no muestres desesperación.
-¿Qué queréis tomar?
–preguntó Jordi y solícito marchó dentro a buscarles sus dos refrescos. Menos
mal que no le gustaba babear por ninguna...
Llevábamos media hora
de charla y no me pude aguantar más:
-¿Y Zoe?
-Zoe no está. Se marchó
anoche a casa con sus padres cuando nos fuimos –contestó Ana y siguió la
conversación que yo había interrumpido con toda tranquilidad, como si fuese una
simple aclaración sin importancia.
Patricia me miró con
lástima. La única de todos.
¿Pero por qué? ¿No va a
volver más? ¿No dijo que me dijeseis nada? ¿Tenéis su número? ¿Dónde vive? ¿No tiene
casa aquí? ¿De quién es familia? Las preguntas se me agolpaban en la mente y me
atolondraban, casi mareaban. No sé si empecé a sudar, ahora desde la distancia
temporal diría que sí, pero quizá son imaginaciones mías, no lo podría asegurar
ni un diez por ciento. Sus palabras se volvieron un torbellino de sonidos
retardados y deformados y perdí la noción de todo lo que acontecía a mi
alrededor.
-¿Vienes? –me preguntó
y zarandeó Jordi.
Volví a la increíble
realidad.
-Que si vienes a la
piscina o qué, que vamos todos a la de la urbanización que éstas nos invitan...
Acepté de mal grado y
me aburrí mucho aquella tarde.
Ya no supe más de Zoe
porque nunca más volvió. Yo tampoco pregunté por ella. No quise hacerme el
enamoradizo, pese a estarlo hasta los huesos o eso creía.
Recuerdo aquel verano
como si fuese el último, no porque me marcara especialmente, sino porque fui
muy feliz, más de lo que no llegaría a ser después.
Concretamente, si debo
escoger un día, una perla de las tantas que ensartan ese collar luminoso y
estival de mis quince años, sin dudarlo, recojo con añoranza y pasión aquel
jueves de agosto.
Eso dije y no lo
desdigo. Porque durante aquel día, aquel jueves augusto, durante unas horas,
aquella Zoe que nunca más volví a ver me dijo una mentira que me hizo sentir la
felicidad más pura que puede sentir un chico a aquella edad.
La pulsera de lana, por
cierto, la tiré el último día de verano.
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