domingo, 12 de enero de 2014

EL ÚLTIMO DÍA DE VERANO




Recuerdo aquel verano como si fuese el último, no porque me marcara especialmente, sino porque fui muy feliz, más de lo que no llegaría a ser después.
Concretamente, si debo escoger un día, una perla de las tantas que ensartan ese collar luminoso y estival de mis quince años, sin dudarlo, recojo con añoranza y pasión aquel jueves de agosto.
Me acuerdo perfectamente de que era un día precioso, con el cielo limpio y brillante, presidido por un sol tan redondo que parecía cuadrado. No me despertó el trinar de los pájaros ni los potentes rayos de sol que se colaban por mi persiana. Para nada. Fue la música atronadora del vecino, que siempre se ponía el volumen de los altavoces de su equipo de música al máximo cuando cortaba el césped de su pequeño jardín. Intenté taparme con la almohada para aislarme de los pasodobles que se expandían como peste, pero fui inútil: la voz de mi abuela cantando al unísono se unió y ella estaba bajo mi ventana, barriendo las hojas que habían caído de uno de los grandes pinos que había ya en el terreno, antes de que mi padre lo comprara y construyera la casa y la piscina, indispensables para que sus hijos quisiéramos pasar el verano allí y no cerca de la playa.
Miré la hora en el despertador que me habían traído los Reyes las pasadas navidades. Las diez y diez. No era muy temprano, la verdad. Sin embargo, la noche anterior habíamos salido y nos habíamos acostado alrededor de las cuatro de la madrugada. La noche anterior... Qué noche más rara.
Me estiré en la cama todo lo largo que pude, como un gato desperezándose, y sonreí como un imbécil al que le ha despertado una modelo exuberante. Qué noche...
Me toqué la mejilla con mi mano derecha y sentí un calor diferente al de mi piel. Un beso puede quedar tatuado en la mejilla y en los labios y donde sea, siempre depende de quién lo dé y cómo lo reciba el destinatario. No sabía dónde había leído eso alguna vez. Ni tan siquiera si lo había leído. Quizá soñado. O puede que me lo estuviera inventando. Daba igual. Era bonito.
En mi mano seguía la pulserita de lana que me había entregado, como símbolo de algo que yo no podía entender. Comprendía, no obstante, que simbolizaba algo importante y por eso no me la había quitado para dormir. De hecho, me había dormido acariciándola dulcemente. Era roja como sus labios.
Nos habíamos acercado a la urbanización de al lado, nuestros archienemigos cuando nos enfrentábamos a ellos en el partido semanal en verano. La palabra archienemigos puede que sea demasiado exagerada, puesto que siempre les ganábamos de goleada, pero la verdad era que cada vez que jugábamos contra ellos nuestro pundonor parecía estar en juego. Por eso cada gol fallado o encajado nos dolía como una terrible e hipotético derrota –por suerte, jamás llegó-. Estaban en fiestas y pensábamos infiltrarnos –creíamos ser unos héroes valientes cuando en realidad nadie nos decía nada e incluso agradecían que consumiéramos refrescos y bailáramos, rellenando así más la pista de baile-. Jordi, el más mayor del grupo, podía consumir alcohol puesto que tenía dieciocho años cumplidos desde abril. Nosotros nos aprovechábamos de esa circunstancia para que él nos sacase los cubatas que le pidiéramos. Nos los bebíamos a escondidas, un poco apartados, y luego regresábamos para bailar y divertirnos, a veces reírnos cruelmente de algunos personajes que por allí había, como por ejemplo el chico cojo que tenía una pierna metálica y al que temíamos tremendamente cuando jugábamos contra ellos, ya que sus patadas podían ser muy dolorosas, o el muchacho estirado con el pelo cepillo, cuyas gafas le ocupaban toda la cara y nos recordaba a un muñeco de helados, o la hermana mayor del portero, ambos porreros consumidos y experimentados, pese a tener ella nuestra edad y él apenas diez, que tenía la cara picada y una nariz tan respingona como la de un payaso televisivo. Éramos crueles, en efecto, no lo voy a negar.
Las canciones del verano sonaban y nosotros, inocentes adolescentes, las bailábamos concienzudamente, siguiendo al milímetro todas las coreografías que iban desde un zoológico entero a un movimiento que pretendía ser sensual y que de sensual, precisamente, no tenía nada. Como locos, algunos incluso como poseídos, movíamos el cuerpo, había quienes mejor, y sudábamos igual que en una carrera de medio fondo.
De repente, aparecieron de la nada un grupo de chicas que no habíamos visto en los tres veranos anteriores. Las había de todos tipos: rubias, morenas, bajitas, gordas, esbeltas, más crías, más desarrolladas, guapitas, feúchas, provocativas e infantiles. ¡Y solamente eran seis! Jordi fue el que dio la señal con el típico silbido que indicaba que chicas guapas y solas habían sido oteadas en el horizonte. Con un gesto muy suyo, golpe de cabeza lateral, nos indicó hacia donde teníamos que dirigir nuestras miradas y, cómo no, nuestro capitán no nos defraudó.
-La rubia está para darle un buen viaje hasta que se acabe la gasolina- comentó demasiado circunspecto Abel, que era un año mayor que yo aunque ambos nos consideráramos como dos hermanos gemelos. (No nos parecíamos en nada, ni físicamente ni en forma de ser y, sin embargo, todavía hoy sigo creyendo que éramos almas gemelas).
Yo, en cambio, me fijé en la que todos coincidieron que era la más normalita, la menos sobresaliente tanto para bien como para mal, y no pude entender jamás cómo no se prendieron todos de ella y no de la rubia o de otra morena tetona que también había. Era castaña, con unos cabellos lisos y largos que le llegaban hasta por detrás de sus perfectas rodillas. Sus ojos eran rasgados y marrones como el otoño, custodiados por unas largas pestañas y unas mejillas rojas tal y como el clavel del pasodoble que justo estaba sonando en aquel instante mismo. Su boca me pareció una fuente rosa, donde rompía la espuma de sus dientes formando una sonrisa que ni en los tebeos de mi infancia. No era delgada ni gorda, sino que tenía un cuerpo y una estatura proporcionadas para mi gusto y mis deseos. Vestía con unos vaqueros que le quedaban geniales y una camiseta fucsia de tirantes que dejaba asomar un escote, si bien no generoso, sí atractivo y provocativo a la vez. Tenía pintadas las veinte uñas de color negro, a juego con las sandalias y el cinturón que rodeaba, qué envidia, su talle.
Nos miraron como se mira a una jauría de perros abandonados que te encuentras en la calle y te miran entre lastimosa y lujuriosamente –puede que no exista esa combinación, pero haced el esfuerzo, por favor-. Luego, se dividieron en dos: un grupo de tres se fue hacia la pista, mientras que las otras tres –mi musa, la rubia y la morena tetona- se dirigieron hacia la barra. La morena, de tanto en tanto, se giraba y nos lanzaba miraditas y sonrisitas bobas, y Jordi empezó a babear con disimulo, aunque nos lo negase. De hecho, tales eran su prepotencia y su orgullo, que nos afirmó que no le gustaba en absoluto y que lo tenía crudo si creía que le iban a encandilar con esas niñerías –el tiempo, como siempre, le quitó la razón y al final del verano acabaron liándose-.
-Yo voy a por una Fanta- cortó el silencio Abel.
-¡Pero si tienes una entera en la mano!- le contestó Ruperto, pobre Ruperto, un idiota rubio que era más mascota que amigo.
Inmediatamente, vació el casi lleno vaso en el suelo entre el suelo y los pies de Ríos, el payaso redondo del grupo, y replicó mientras marchaba hacia su punto de mira:
-Ya no.
Yo lo seguí porque deseaba acercarme a aquella desconocida y Ruperto para no ser objeto de las burlas del resto.
Les estaban sirviendo unos refrescos cuando nos acercamos los tres mosqueteros y fue Abel, con toda la caradura que lo caracterizaba, quien rompió el fuego:
-¡Hola!
Ellas nos miraron divertidas y la rubia, que parecía ser la menos ruborizada, nos contestó:
-Hola, chatos.
Chatos. Esa fue la palabra con la que nos calificó. No se me olvidará jamás, ni aunque volviera a nacer con otra identidad podría olvidar ese primer “hola, chatos”.
-¿Sois nuevas?- continuó el ataque Abel, que se había pedido ya la Fanta y, apoyado varonilmente en la barra con su codo izquierdo, no le quitaba ojo encima a la rubia. –Porque no me sonáis del año pasado...
Unas risitas que hubiesen parecido idiotas antaño pero que ahora me resultaban admirables porque brotaban de la boquita de mi ángel fueron toda la respuesta que nos dieron.
-¿Cómo os llamáis?- siguió Abel, que no se daba por vencido jamás, aunque yo creo que lo hizo para que Ruperto no tomase la palabra.
-Yo soy Ana –dijo la rubia-, y estas son Patricia –la morena tetona- y Zoe –que me miró dulcemente-.
-Yo Abel –y le estampó dos besos en cada mejilla sin previo aviso. –Y estos son mis amigos.
Y ya está. Así era él. Ni nuestros nombres ni dos besos al resto de chicas ni pollas. Grande Abel, grande.
-Encantadas. Yo soy Patricia –y nos dio dos besos a los tres. Creo que Ruperto no se lavó la cara en todo el verano.
-Ruperto –le dije señalándolo antes de que me besara, puesto que el bobo se había enervado y no había conseguido articular ni su propio nombre.- Yo soy Jaime.
Y luego me fui disparado a por Zoe, a la que di los dos protocolarios besos y sentí que el rubor me subía hasta las sienes.
-Bueno- se adelantó de nuevo la rubia, que parecía no querer perder protagonismo-, nos vamos con nuestras amigas a la pista a bailar un rato. Encantadas. Y si queréis bailar un rato, allí estamos.
Aquel trío se marchó dejando una estela perfumada que en mí provocó algo raro, en Abel un amago de erección –como él mismo nos reconoció días más tarde- y en Ruperto... ¡vete a saber en qué pensaba Ruperto!
-¿Qué? ¿Cómo ha ido todo? ¿Os han dado mucho plantón? –nos recibió Jordi que no le quitaba un ojo de encima a la morena tetona.
-Nos están esperando en la pista, don listillo –respondió chulescamente Abel, que se acabó su refresco naranja de un único trago. –Así que ¿vamos o seguimos pringando?
-La rubia quiere candela y yo estoy encendido –añadió Ríos, al que el único cubata que se había tomado ya se le había subido demasiado pronto, para variar.
Jordi le dio una palmada en la parte posterior de la cabeza que sonó mucho menos de lo que debió doler.
-Tus ganas- le amenazó Abel y Ruperto le sacó la lengua burlonamente.
Nos encaminamos como una manada de leones que salen de caza hacia nuestras presas, gacelas apetitosas que nos llamaban sibilinamente desde sus territorios. La música sonaba frenética y los cuerpos, algunos de niños y otros reumáticos, todos agrupados pero no revueltos, siguiendo su propia melodía interna y expulsándola a través de sus miembros, sus caderas y sus bocas cantarinas. Algunos parecían posesos, otros se creían bailarines profesionales y otros, pocos, pero haberlos los había, simplemente se comportaban como capullos.
Abel llegó hasta Ana y empezó a bailar a sus espaldas siguiendo sus movimientos pélvicos laterales. Ella se separó prudentemente para dejar el suficiente espacio como para que él no se sintiese despreciado pero para que a su vez no hubiera roce alguno. Ruperto se puso a hacer el imbécil y nadie se sorprendió. Ríos, se acercó a  una de las feas que no nos habían presentado y le empezó a comer la bola de esa manera tan graciosa que solamente él es capaz, con lo cual rápidamente provocó en ella unas risas sinceras pero amistosas para su cotidiana desgracia. Por su parte, Jordi se aproximó marcando bíceps a la morena tetona y se presentaron mutuamente –saltaron las chispas aunque lo negasen durante tantos y tantos días-.
Cómo acabé a solas con Zoe sigue siendo una incógnita hoy en día. Parece ser que mi memoria ha sufrido un lapsus para esos minutos que llevan de la soledad y la admiración a la charla y el placer. Ella me sonreía y me contestaba dulcemente. Parecía encantada con mi conversación y mis nervios se fueron diluyendo a medida que sus risas retumbaban en mis oídos. Sí que recuerdo que le dije que eran muy bonitas las pulseras de lana que llevaba en la muñeca, seis, eran seis, imposible olvidarlas, y me respondió que las hacía ellas. Me regaló una de las que llevaba puestas y me sentí el hombre más feliz del mundo. Me armé de valor y le propuse bailar. Aceptó tímidamente y allí fue donde entre todos formamos un coro de baile que si bien empezó con un merengue zumbón terminó con una balada de película, una de esas que hasta entonces yo siempre había odiado y las chicas siempre suspiraban cada vez que la escuchaban, esperando un príncipe como el protagonista de la película pelma por ende. Ella se pegó mucho a mí. No mucho, la verdad, pero lo suficiente como para que para mí fuese mucho. Casi podía sentir su cuerpo contra el mío y me sentía en una nube.
Cuando la canción acabó, como de la nada apareció la tetona y la avisó de que ya se tenían que ir. Una losa encima de mi corazón y lanzada desde Marte me hubiese dolido menos.
-Ven mañana –se despidió de mí mientras me dejaba el recuerdo de un beso en la mejilla, ese mismo que aquella mañana siguiente rememoraba, acariciándome la barba incipiente donde sus labios se habían posado.
-Me ha dicho que volvamos mañana –les informé al resto mientras volvíamos a casa tan satisfechos como cansados pese a que no había motivos para celebrar victorias pero tampoco para llorar derrotas.
-Mañana me queda lejos. Yo a la rubia me la follo esta noche –y nos guiñó cómplicemente desatando unas carcajadas entre todo el grupo, quizá porque la mayoría pensaban lo mismo pero con su propia oveja. Yo, no. Al menos, por esta vez.
Bajé a desayunar con la sonrisa bobalicona.
-¿Desayunar a estas horas? –me recriminó mi madre. Aun así, me puso un vaso de leche caliente y un paquete de galletas delante de mí, retadora, en plan: a ver si puedes con esto y con la sopa para comer. Miré el reloj que colgaba encima del fregadero: eran las once y media largas. Más de una hora de recuerdos dulcísimos.
Engullí vorazmente diez galletas, sin mojarlas, y tragué de una sola vez todo el contenido de leche con cola-cao. Luego, sin recoger nada, ¡sin recoger nada, quién lo diría!, salí pitando hacia la valla metálica que separaba nuestro terreno del de los padres de Abel.
Su madre, que tenía toda la alegría que le faltaba de estatura, apareció tras los cuatro berridos que pegué reclamando a su hijo.
-Está en el baño, ahora sale- me respondió.
¿Estaría con la rubia?, me pregunté, pero antes de que tuviese tiempo para contestarme hacía acto de presencia Abel. Tenía que ayudar a su padre a pintar unas paredes, así que hasta después de comer no podría salir.
-Nos vemos a las tres y media donde siempre y nos vamos a tomar unos carajillos o unos helados. Así las vemos, que la rubia se me ha desfigurado un poco su carita de chupona.
Así era él. Y seguirá, supongo. El tiempo lo cambia todo menos las verdades de la adolescencia.
Se me hizo eterna la espera. No acudí a buscar al resto porque Jordi ya había dicho que dormiría hasta las dos y pobre del que fuese a despertarlo, Ríos estaba esclavizado por su tío, el sargento albañil, Marcos vivía demasiado lejos y quizá no valía la pena hacer tanto camino bajo ese sol asesino porque casi ninguna mañana salía, puesto que tenía que estudiar para las tres que le habían quedado para septiembre, y Ruperto... ¿quién quería la compañía de Ruperto si no había alguien más para reírse de él? Conclusión: pasé la mañana leyendo, tomando el sol y bañándome en la piscina, sin olvidarme de Zoe, cuyo nombre me sabía a gloria.
Muchas tardes íbamos a un bar que había en una de las urbanizaciones vecinas, donde los dueños, dos jóvenes hermanos tan agradables como distintos, nos conocían sobradamente. Allí, en su terraza techada por la sombra de pinos tal vez centenarios, saboreábamos polos, bebíamos granizados o nos emborrachábamos con megacarajillos a un precio módico. No éramos los únicos: incluso jóvenes de toda la provincia acudían en coche o moto para apreciar el perfecto culo de la novia de uno de los dueños, tomarse uno de esos megacarajillos que tanto renombre tenían, y, la gran mayoría, para fumarse a sus anchas su porro.
-Tendríamos que haberles preguntado en qué casa estaban... ¿Cómo sabrán que estamos aquí? –se impacientaba Abel.
-Joder, tíos, qué pesados con las niñatas esas... –se hacía el duro Jordi.
-¡Por allí vienen! –bromeaba el capullo de Ruperto, que como castigo por crearnos falsas expectativas recibía puñetazos amistosos, algunos no tanto, en los brazos y en las piernas.
Yo estaba nervioso, demasiado, esperando ansioso que apareciese Zoe. ¡Tenía tantas ganas de verla!
Las horas se consumían lentamente, y entre carajillo y carajillo jugábamos al tute cabrón o contábamos chistes verdes aunque ya nos los supiésemos algunos. Ruperto siempre reía, el muy imbécil, y todavía no sé si porque quería darnos coba o porque olvidaba rápido y cada repetición era para él la primera. Cuando ya pensábamos que nos habían tomado el pelo, aparecieron como de la nada la rubia y la morena tetona, ambas con unos vestiditos veraniegos que dejaban traslucir sus bikinis. ¿Y Zoe?, pensé de inmediato. Dejaron la charla animada que mantenían en cuanto estuvieron lo suficientemente cerca como para que las pudiésemos oír, y nos sonrieron y saludaron cual mascotas abandonadas en casa a solas durante tres días. ¿Y Zoe?, seguí pensando mientras las besábamos pero me mordí la lengua. Sé paciente, me dije, no muestres desesperación.
-¿Qué queréis tomar? –preguntó Jordi y solícito marchó dentro a buscarles sus dos refrescos. Menos mal que no le gustaba babear por ninguna...
Llevábamos media hora de charla y no me pude aguantar más:
-¿Y Zoe?
-Zoe no está. Se marchó anoche a casa con sus padres cuando nos fuimos –contestó Ana y siguió la conversación que yo había interrumpido con toda tranquilidad, como si fuese una simple aclaración sin importancia.
Patricia me miró con lástima. La única de todos.
¿Pero por qué? ¿No va a volver más? ¿No dijo que me dijeseis nada? ¿Tenéis su número? ¿Dónde vive? ¿No tiene casa aquí? ¿De quién es familia? Las preguntas se me agolpaban en la mente y me atolondraban, casi mareaban. No sé si empecé a sudar, ahora desde la distancia temporal diría que sí, pero quizá son imaginaciones mías, no lo podría asegurar ni un diez por ciento. Sus palabras se volvieron un torbellino de sonidos retardados y deformados y perdí la noción de todo lo que acontecía a mi alrededor.
-¿Vienes? –me preguntó y zarandeó Jordi.
Volví a la increíble realidad.
-Que si vienes a la piscina o qué, que vamos todos a la de la urbanización que éstas nos invitan...
Acepté de mal grado y me aburrí mucho aquella tarde.
Ya no supe más de Zoe porque nunca más volvió. Yo tampoco pregunté por ella. No quise hacerme el enamoradizo, pese a estarlo hasta los huesos o eso creía.

Recuerdo aquel verano como si fuese el último, no porque me marcara especialmente, sino porque fui muy feliz, más de lo que no llegaría a ser después.
Concretamente, si debo escoger un día, una perla de las tantas que ensartan ese collar luminoso y estival de mis quince años, sin dudarlo, recojo con añoranza y pasión aquel jueves de agosto.
Eso dije y no lo desdigo. Porque durante aquel día, aquel jueves augusto, durante unas horas, aquella Zoe que nunca más volví a ver me dijo una mentira que me hizo sentir la felicidad más pura que puede sentir un chico a aquella edad.
La pulsera de lana, por cierto, la tiré el último día de verano.


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