domingo, 12 de enero de 2014

LOS DÍAS DEL MALIGNO





Acarició sus cabellos con sumo cuidado, como si temiera que fuesen de hielo y se pudiesen quebrar en cualquier descuido. Sus dedos callosos y endurecidos por la tierra y el sudor se abrían paso dulcemente entre las hebras soleadas, peinándola con un extremo cariño  mientras con los ojos cerrados musitaba una canción infantil, la misma que escuchó él desde la cuna hacía ya tantos años que las imágenes se le había borrado, pero no los sonidos de aquella época. Suspiró y todos temimos que el alma se le escapase en ese suspiro, largo y proveniente desde lo más hondo de su alma. No fue lastimero ni quejoso: fue otro pedazo de vida que se le escapaba, un tercio de alegría, veinte años de envejecimiento precoz e instantáneo. Cuando la besó en la encerada frente marmórea, no pudo reprimir una lágrima sincera y tan salada como un océano entero, y antes de que empezara a derrumbarse irremediablemente unos cuantos nos acercamos a abrazarlo y consolarlo, aunque éramos conscientes de que era una acometida imposible, mientras que el enterrador cerraba la caja y junto a su ayudante, un tipo taciturno y grisáceo, bajaban el ataúd por el estrecho hueco de tierra donde descansaría eternamente el pequeño cuerpo de su única hija.

La madre había muerto hacía siete años durante el parto. Había sido un nacimiento muy esperado, puesto que ambos llevaban quince años casados y todavía no habían obtenido el fruto del amor. Ella rondaba los cuarenta y era una mujer delgada y estirada como una vara, pero igualmente fuerte y difícil de quebrar. Sin embargo, durante el parto, unas fiebres inexplicables la habían asaltado con una ferocidad insultante y la habían debilitado hasta tal punto que tras ver a su hija recién nacida perdió el conocimiento y se sumió en un sueño del que ya no despertaría. Al día siguiente del nacimiento de su hija, Ramón enterraba a su esposa.

La nodriza se ocupó de la criatura desde ese mismo instante, puesto que Ramón se dedicaba casi por entero al sustento de su casa: labrar sus campos, alimentar y cuidar su pequeño ganado y cortar leña para mantener la lumbre y el calor dentro de su hogar, ya que el invierno que se aproximaba sería duro como todos los que su memoria recordaba. Era una joven madre soltera que había dado a luz hacía dos meses. Como no había querido reconocer el nombre del padre, la habían echado de su casa y llevaba cuatro meses vagando por las calles del pueblo, viviendo de la caridad de algunos de sus vecinos y resguardándose furtivamente en algún establo o corral siempre que podía; en caso contrario, una pequeña cueva que no distaba mucho de las viviendas se convertía en su lecho durante las horas nocturnas. En cuanto supo de la muerte, se acercó a la casa ofreciéndose a cuidar del recién nacido a cambio de lecho y una comida al día. Uno de los vecinos la insultó e intentó agredirla - “Putas no queremos en nuestras casas”- y una de las vecinas se armó con dos guijarros amenazantes al tiempo que otra le señalaba el camino de vuelta. Alertado por los gritos que rompían el silencio respetuoso del velatorio, apareció en el umbral de la puerta Ramón preguntando qué ocurría. Informado de los hechos, pidió a Pepe, su mejor amigo, que fuese en busca de aquella mujer. Obedeció y la trajo de regreso.
-Tú me necesitas como yo te necesito. Ni yo quiero saber tu pasado ni tú quieres entrometerte en mi futuro. Convivamos y que Dios decida cuando tenga que hacerlo.
Y desde ese momento entró en la casa y se ocupó de su niño y de Alba.

El niño de la nodriza murió un año más tarde y esta pudo ser la primera señal. Se fue apagando como una planta que no se riega e irremediablemente se seca. Nadie comprendió la razón de que un niño que gozaba de una salud tan buena pudiera morirse así, en apenas una semana. La madre lo lloró loca, pero una vez estuvo bajo tierra, centró todas sus atenciones en la otra niña, quizá porque un clavo saca otro clavo. La cuidó y la mimó igual que antes, solo que ahora las caricias y las palabras bonitas, los besos y las atenciones ya no estaban repartidas.

Tres años más tarde murió la nodriza. Nadie comprendió la razón de que una mujer joven y aparentemente sana pudiera morirse así, en apenas diez días. Ramón no ató cabos y la enterró dignamente, pues como sustituta de madre había cumplido a la perfección, entregándose en cuerpo y alma a su pequeña y dándole unos cuidados y una educación como si de su hija se tratase. Pagó a precio de oro el pedazo de tierra que lindaba con la tumba de su bebé muerto para que pudiese descansar al lado de él. Gracias, murmuró para sus adentros, muchas gracias por todo. No derramó ni una lágrima. Era la tercera muerte que acaecía en su casa en los últimos cuatro años. Tal vez su corazón se estaba acorazando. Alba no entendió mucho, pero sí que lloró. Y mucho. Dicen que un río brotó de sus ojos e inundó la aldea. Otros cuentan que lloró tanto que se le secaron los órganos, ya nunca se recuperaron del todo y por eso murió tres años más tarde.

Pronto comenzó a extenderse el rumor de que la casa de Ramón estaba embrujada. Un extraño maleficio se había apoderado de ella y todos sus habitantes acababan sucumbiendo al hechizo de la muerte. ¿Todos? No, Ramón seguía vivo. Ramón era el demonio que atraía a sus víctimas y las mataba lentamente, chupaba sus almas, bebía de sus espíritus, se alimentaba de su inocencia: dos mujeres y dos niños, seres desválidos a los que era fácil enviar a la oscuridad con sus artimañas mágicas y satánicas. Nadie debía acercarse a él, nadie debía volver a pisar su casa, todos debían evitar el trato con ese ser misterioso y aterrador, con ese rey Midas que convertía en ceniza y putrefacción todo lo que tocaba. Pepe intentó rebatir esas locuras, como él mismo las denominaba, pero la muerte se le presentó fatídicamente durante una fuerte discusión en la taberna y, para su desgracia y la de Ramón, corroboró lo que todos temían.

Como la casa de Ramón no estaba en el pueblo, sino que reinaba en una pequeña colina cercana, no fue obligado por sus vecinos a abandonar sus tierras, pero sí que se le negó bajo amenaza de muerte que se aproximase al pueblo o al cementerio. El primer día que pretendía bajar a por miel y vino, unos disparos murieron a dos metros de sus pies justo cuando abandonaba sus terrenos y se adentraba en el sendero que conducía al pueblo.
-¡El demonio no es bien recibido en estos lares!
-¡Ni se te ocurra acercarte o te volaremos la tapa de los sesos!
-¡Da gracias a tu Lucifer de que no vamos y prendemos la casa contigo dentro!
-¡Avisado quedas!
Por alguna razón que se le escapaba, el pueblo lo aislaba. Giró y regresó a su casa maldiciendo, preguntándose y ahora qué.

Fue a partir de entonces cuando su peculiar figura se fue singularizando. Hasta ese momento había cuidado su aspecto tal y como mandan los cánones cívicos, morales y éticos. Sin embargo, poco a poco fue engrandeciéndose su dejadez y disminuyendo su aseo: jamás se volvió a cortar los cabellos que, súbitamente, se encanecieron a manojos; se dejó crecer una inmensa barba, poblada como una selva; se duchaba de Pascuas a Ramos y sus ropas nunca más fueron limpiadas, con lo que algunos aventurados que curioseaban por los alrededores pudieron jurar que desde aquel epicentro irradiaba un hedor insoportable e inmundo; cortando leña se le clavó causándole la pérdida del ojo una traidora astilla, que le provocó asimismo una supuración que dios sabe cómo no le provocó una infección total en el rostro, aunque no se salvó de que se le deformase considerablemente esa zona de la cara, semejando un amorfo monstruo; sus uñas amarillearon y perdió varios dientes y los que le quedaron se tornaron pedazos de carbón. Envejeció treinta años en un año.

Nadie supo cómo, pero se le comenzó a ver con un cachorro de lobo. Sus brujerías, sus brujerías, aseguraban las malas lenguas. El animal le seguía a todas partes y no se separaba más de dos metros de Ramón, quien le ofrecía los cariños y mimos que había guardado para su esposa y su hija. Hablaba con el lobezno como quien habla con un adulto, explicándole tareas que llevaba a cabo o historias, tanto reales como ficticias, que se le venían a la cabeza cuando saboreaba un buen cuenco de leche caliente a la luz y el calor de la chimenea. El animal lo miraba como si comprendiese. Puede que comprendiera.

Pasaron los años y la leyenda se fue consolidando. En la casa de la colina vivía un loco. Un asesino. Un enviado de Satán. La mala suerte personificada. Un monstruo. Dos, si contaban al lobo inmenso en que se había convertido aquel cachorro. Las versiones podían variar en la forma, no en el fondo: aquel hombre mataba a todos los seres indefensos que caían en sus redes. Todas las madres contaban la historia a sus hijos y les advertían encarecidamente para que no se acercasen a aquellos malditos terrenos, donde reinaban la muerte y el horror de la mano de un ser que no era de este mundo.

Cuando desapareció el primer niño, todas las sospechas recayeron en él. Tenía ocho años y parecía un ángel. Su madre lo había mandado, después de cenar, a la fuente del pueblo para que rellenase una jarra. El chiquillo se había alejado canturreando una canción de cuna que su mamá cantaba para adormecer a su hermanito pequeño. El padre lo había visto ir en la dirección correcta a través de la ventana, mientras degustaba una pipa y una copa de coñac. La oscuridad casi se lo había tragado poco a poco, pero las luces de las casas de los vecinos que custodiaban su camino lo tranquilizaban, sabiendo que lo que sus ojos no divisaban era vigilido por otros de su entera confianza. Además, no era la primera vez que su hijo realizaba esa tarea a esas horas: pronto sería un hombre y cuatro manos trabajan más campo que dos. Se ensimismó en sus pensamientos, semejantes a las cuentas de la lechera, hasta que la voz de su esposa lo devolvió a la cruda realidad:
-¿Y Marcos?

La búsqueda duró tres días con sus tres noches y fue infructuosa. No hubo palmo de bosque ni de pueblo que no fuese inspeccionado a conciencia por todo el pueblo, pues todos los habitantes participaron en las diversas expediciones que se llevaron a cabo para encontrar al crío. No sirvió de nada. Solamente una pista: la jarra que había llevado se había encontrado a la salida del pueblo. Nadie había visto nada y nadie había oído nada. Como si se hubiera esfumado o la tierra se lo hubiese tragado. La madre lloró y el cura del pueblo imploró piedad al Señor por ese corderillo del que no se tenían noticias. Al cuarto día, se le dio por muerto y, aunque el señor cura prohibió que se acusase a nadie sin pruebas -pese a que él lo temía y también lo pensaba en lo más hondo de su alma-, todos supieron de quién era obra todo aquello. Sin embargo, ninguno tuvo agallas para ir hasta la casa.

El siguiente niño era un bebé de cuatro meses. Ocurrió medio año más tarde del primer suceso. La madre se extrañó de que su pequeño, que dormía en la cuna en una habitación adyacente a la del tálama nupcial, no llorase a media noche reclamando su alimento lácteo. Cuando llegó a la habitación se encontró con la cuna vacía y la ventana abierta. Sus gritos se pudieron oír en todo el pueblo y el marido la tuvo que abofetear en repetidas ocasiones para que se calmase. Tampoco lo encontraron jamás. Alguna voz malediciente pregonaba por las esquinas que desde su casa, cuando el silencio de la noche era rey y señor de aquellos parajes, se oían los lloros de un bebé a lo lejos, como si proviniesen de la casa de la colina.

La alarma cundió tras la desaparición del tercero. No importaron los datos que rodearon  al hecho en sí: la importancia se centró en el hecho mismo.

Las campanas de la pequeña iglesia del pueblo voltearon con furia avisando a todos los convecinos de la reunión extraordinaria y urgente que se había organizado en la plaza. Fueron concurriendo todos, tanto mayores como niños, puesto que ya nadie se fiaba de dejar ni un solo segundo a solas a sus hijos.
-Ya son tres. ¡Tres!- proclamó el que se erigió en líder. - Y todos intuimos quién es el responsable.
-Lo intuimos pero no tenemos pruebas- respondió otro.
-¿Hacen falta más pruebas o más pérdidas para que tomemos una decisión que acabe con esto?- contraatacó otra.
-¡Pero es que las decisiones no se pueden tomar con prejuicios!- exclamó el más anciano del lugar.
Un murmullo se alzó y todas las voces se oyeron pero ninguna se entendió. Al final, de nuevo el más anciano tomó la palabra y cerró la reunión:
-No cometamos despropósitos, al menos todavía no. Estemos ojo avizor y vigilemos bien. Si lo atrapamos intentándolo, que sea consecuente con sus pérfidos actos del demonio. Y si desaparece otro y no lo pillamos... que Dios reparta suerte.

Una semana más tarde ocurrió lo que temía el viejo: una niña de cinco años desapareció, nadie supo cómo, en el camino que llevaba de la escuela a su casa. Iba junto a todos los demás niños, y estos iban encabezados y cerrando el grupo por cuatro adultos que iban a recogerlos a diario. En total, eran doce personas. Ella iba en la parte central, ensimismada en su mundo infantil, pasando desapercibida como otras veces. Cuando llegaron a su casa para entregarla a su madre, se percataron de que no estaba.
Corriendo, los cuatro adultos rehicieron el camino como desesperados, llamándola a gritos y adentrándose en el bosque que bordeaba el sendero que llevaba desde la escuela al pueblo, apenas trescientos metros. Todo fue en vano: Rosalinda no contestaba ni daba señales de vida.

-Hay que matarlo.
-Sí, es la única solución.
-No hay marcha atrás.
-No descansaremos hasta que haya muerto.
-¡Un exorcismo, un exorcismo!
-¡Muerte al monstruo!
-¡Nuestros hijos no sobrevivirán si no acabamos con ese demonio!
-¡Todos morirán uno a uno!
-Y luego vendrá a por nosotros.
-Estas tierras están infectadas por sus manos de ultratumba.
-Pero hijos míos...
-Usted cállese, porque si no le hubiéramos hecho caso la última vez ahora mi hija estaría viva.
-Mañana por la mañana, a primera hora, todos aquí con todas las armas que tengáis. Empezaremos la cacería para dar fin a esta pesadilla.

Aquella noche su esposa no oyó cómo abandonaba el lecho y salía de la casa descalzo. Cruzó los diez metros que le separaban del corral y buscó la viga más idónea. Después, lanzó la cuerda y al tercer intento la coló por arriba. Hizo un nudo fuerte, de esos que son imposibles de deshacer y luego buscó una banqueta a la que se subió. Las gallinas dormían plácidamente y el cerdo roncaba ajeno a todo. De una patada la banqueta voló y el golpe fue seco: el cuello se había roto y el cuerpo inerte del más anciano del lugar colgaba balanceándose como un péndulo en la noche previa al gran día.

La fuerza del grupo se disipó tal y como lo haría un fuego al que se deja morir cuando no se le echa más leña cuando apareció doña Romualda, suplicando y dejando tras de sí un riachuelo:
-Por favor, que alguien me ayude a bajarlo. Por favor, que alguien me ayude a bajarlo. Por favor, que alguien me ayude a...
El estribillo continuó hasta que todos acudieron hasta su corral y contemplaron atónitos la amarga escena. Con la ayuda de la misma banqueta, que estaba ahora colocada perfectamente en su sitio, tres de los hombres bajaron solemnemente el cadáver y lo colocaron en tierra, siendo admirado por el círculo que en derredor se formó.

Doña Romualda juró y perjuró hasta el mismo día de su muerte de que su marido no se había suicidado. Es imposible, él era una amante de la vida. Por eso mismo, replicaba el poeta del pueblo, es mucho más probable que todo haya sido un suicidio, porque son los amantes los más osados cuando deciden quedar acurrucados en los brazos de la muerte, y la historia está repleta de ejemplos que lo corroboran. Pero no, él no, y rompía a llover porque lo que surgía de sus ojos eran auténticos diluvios, y ya cuando se calmaba, continuaba con su explicación, no, porque además para suicidarse hubiese necesitado ayuda, aunque solamente hubiera sido la banqueta, pero no se sirvió de ella porque cuando yo entré y lo vi, la banqueta estaba en ese mismo rincón en el que todos la habéis visto cuando llegasteis.

-Ha sido él.
-¿Cómo puedes estar tan seguro?
-¿Quién, si no, lo alzó para ahorcarlo? La banqueta no pudo... Y él solo encaramarse tan alto con sus años...
-Quizá alguien lo ayudó.
-¿Un cómplice? Parece absurdo.
-Mayores estupideces hemos visto tú y yo con estos ojos...
-Pero caballeros, no busquemos tres pies al gato, y menos en esta sagrada taberna...
-¿Y cuál es tu opinión si se puede saber, Mauricio?
Carraspeó como si en vez de limpiar la voz quisiese limpiar las palabras, dio una profunda calada a su caliqueño, se acabó de un último trago la copa de coñac y exclamó:
-¿Pero de verdad hace falta, señores?
Todos los allí presentes comprendieron y abandonaron el tema. Luego continuaron bebiendo en silencio extraño.

A la mañana siguiente, sin mutuo acuerdo, fueron reuniéndose todos en la plaza. El que la vez anterior se había eregido en líder, volvió a arengar a sus devocionarios:
-Estamos en sumo peligro, señoras y señores. Un mal desconocido azota nuestro pueblo y ese mal se llama Ramón.
Pequeños gritos y lamentos se alzaron interrumpiendo el discurso, mirándose unos a otros con caras de temor e inquietud.
-Sí, no tengamos miedo en pronunciar su nombre, igual que no debemos tenerlo cuando pronunciamos el de Satanás, Lucifer o cualquiera de sus secuaces. Y no debemos tenerlo porque somos creyentes, porque llevamos todos colgada la cruz del Señor, porque el señor cura está de nuestra parte y nos bendice, y porque Dios Todopoderoso no va a dejar que el Mal triunfe sobre el Bien.
Los ánimos se fueron calmando tal y como las palabras avanzaban y todos, casi por instinto, se tocaban la cruz bendita que llevaban a modo de colgante bajo sus ropas.
-El Mal irradia desde esa casa, donde no sabemos qué tipo de monstruosidades se están cometiendo en honor de los dueños del Infierno. Es grande, muy grande, y muy poderoso, más de lo que creíamos, puesto que ya no se conforma con robar almas inocentes y frágiles como son las mujeres y los niños, sino que además ahora se enfrente a ánimas curtidas en mil batallas y las empuja a la desesperación y el suicidio.
La perorata siguió por los mismos términos y paulatinamente iba calando en las raíces más profundas de las creencias de los oyentes, dando fin con un grito de guerra:
-¿Moriremos mirándonos a las caras los unos a los otros, o vamos a ir a luchar por nuestras vidas y las de nuestros seres queridos?

Ramón bebía más de lo conveniente desde hacía muchos años. Jamás había sido un gran bebedor y, de hecho, el agua era su complemento ideal cuando comía. Sin embargo, los envites de la vida lo habían abocado al alcohol. Ahora, cada mañana, nada más levantarse, se bebía una copa de orujo, una de las tantas botellas que había guardado desde su más temprana juventud en la bodega familiar y que luego había llevado hasta su casa cuando se casó. Allí habían permanecido almacenadas, de nuevo en otra bodega, esta más pequeña y lúgubre, cubriéndose con el paso de los días de polvo y telarañas aunque su contenido se mantenía, si no intacto, mejor que cuando fueron depositadas. Coñac, orujo, anís y vino eran las más abundantes, aunque el ron o el moscatel también estaban debidamente representadas. Degustaba su copa sentado al sofá y mirando de hito en hito las llamas que había encendido en la chimenea pese a que no hacía frío. Sin embargo, el hechizo de esas olas verticales y rojoazuladas le transmitía una paz que lo empujaba a encender el fuego todos los días del año. A su lado, tumbado fielmente, el lobo dormía mientras con la mano libre le acariciaba la gris pelambrera de la cabeza. De súbito, una algarabía que iba en aumento lo devolvió de su ensoñación matinal.

Jorge era el más reacio de todos. Por aquel entonces era un joven de unos dieciocho años, arrogante y fuerte como una mula. Sus padres eran dos humildes campesinos que hubiesen querido darle unos estudios, para lo cual trabajaban como animales de sol a sol, ahorrando hasta los extremos más insospechados. Pero Jorge tenía claro que no quería estudiar, que su vida era el pueblo. Así es que cuando tuvo que decidir entre marchar a la ciudad o seguir con la vida campesina que sus progenitores llevaban, optó por esto último. Esta rebeldía no fue comprendida por su madre. Su padre, simplemente, creyó que su hijo había enloquecido. Sobre todo cuando escapó una noche de verano. Se pasó dos días escondido en el bosque, alimentándose de bayas, raíces y pequeños roedores que se comía crudos. Para beber, tenía la facilidad de los múltiples manantiales que brotan por aquella zona. Su padre, que daba estas explicaciones a los vecino, no realizó batidas en su búsqueda porque sabía que era un capricho del muchacho, que por aquellos entonces tenía doce años, y porque sabía que su hijo podía sobrevivir sin peligro alguno allí dentro a solas. Cuando reapareció, traía un semblante rubicundo y feliz, sus ropas no estaban sucias y parecía que venía de un hostal a gastos pagados que de vivir bajo el abrigo de los pinos. Su padre no le preguntó. Su madre le sirvió la cena como si tal cosa. Al día siguiente, se levantó a la misma hora que ellos y marchó al campo a ayudarles, ganándose el pan como uno más.

-Yo pienso que todo esto es una locura. No sé por quién ha sido ideada, pero te aseguro que no es de cuerdos ir a cazar a un tipo que vive solitario y al que se le ha colgado el sanbenito de asesinato cuando no hay ninguna prueba concluyente que lo culpabilice. No entiendo por qué todo tiene que ser tan ruin en este pueblo. Es un tipo normal, con mala suerte, pero que muy mala, porque que te ocurran tantas desgracias juntas y seguidas en tan poco tiempo solamente puede pasarle a alguien a quien el azar le ha dado la espalda. ¿Pero asesino? ¿Y de niños? Venga ya, eso no hay quien se lo crea. Y lo peor de todo es que cuando todos se den cuenta ya será demasiado tarde: lo matarán, pensarán que el fin ha llegado y, por desgracia, comprobarán que siguen desapareciendo niños y que él era inocente.
-Y todo eso, ¿por qué no lo has dicho en las reuniones?
-Porque el capullo ese de Íñigo los tiene a todos embelesados con su piquito de oro.

A Jorge le gustaba leer. Pocos conocían esta afición del muchacho y esto se debía a que debido al origen humilde de su familia, era lógico que en su casa no abundaran los libros. En efecto, así era: una biblia heredada era el único ejemplar que se podía hallar en aquella casa. Sin embargo, Jorge, pese a su altivez con todos, guardaba una estrecha relación con el poeta del pueblo, un solterón de edad indefinida que albergaba en su casa más libros que todas las bibliotecas de todos los pueblos de doscientos kilómetros a la redonda. Este poeta, que ganaba todos los años los juegos florales al tener competidor digno en el pueblo, le prestaba volúmenes de novela y poesía y guiaba a Jorge en sus lecturas, despertándole con cada nuevo libro mayor interés y pasión por ese gusto nocturno que consumía a la luz de una vela en su cama.

-¿Y qué harás mañana?
Esa era la gran pregunta que le rondaba la cabeza desde el día en que se propuso dar fin a Ramón: ¿qué hacer? Si se negaba, iría en contra de su pueblo y, lo que era peor, quizá lo tachaban de traidor o cobarde; si accedía, se dejaba llevar por la ira general, ira desmesurada e irracional, pese a que todas las iras son irracionales y desmesuradas, y acabaría actuando en contra de sus principios y sus verdades, esos principios y verdades más íntimos que lo obligaban a actuar con caballerosidad y honor. La dicotomía era tremenda para un alma joven que hasta el momento solamente había tenido dos grandes dudas en su vida: trabajar o estudiar, callar o expresar su amor a Albertina. Y además, le quedaba una tercera opción, aunque derivase de la segunda posibilidad: avisar a Ramón del brutal y mezquino ataque mortal que iba a recibir. Esta opción era la menos factible, pues en caso de que se averiguase que había ayudado al demonio, tal y como lo denominaban, podía darse por desterrado de por vida del pueblo. No temía él tener que abandonar esas tierras salvajes, pero sí tener que marcharse sin Albertina.

La conocía desde pequeña y, sin embargo, jamás se había fijado en ella.
En la escuela era una mocosa a la que sacaba más de un palmo y que siempre estaba llorando porque echaba de menos a su mamá.
Luego, los años fueron pasando como quien ve llover y no se moja, y de repente la naturaleza hizo el resto.
Llevaban un año de novios y pocos lo sabían aunque mucho se lo imaginaban.

Con una tranquilidad pasmosa se encaminó a la parte trasera de la casa y atrancó la puerta. Después, cerró las ventanas a cal y canto, protegiéndolas con las batientes de madera que jamás había usado. Se dirigió luego hacia el porche, siempre acompañado de su inseparable lobo, y oteó la multitud que se aproximaba. Armados con palos, horcas, escopetas y hasta de escobas, los que un tiempo atrás fueron sus vecinos e incluso amigos, se aproximaban con gritos feroces y arengas que clamaban venganza. Encabezaban el grupo Íñigo y el señor cura, el primero con una estaca inmensa de madera y un trabuco a modo de bandolera, el segundo empuñando una enorme cruz de la que pendía un rosario. No lo podía distinguir bien, pero sus labios parecían moverse como si estuviese orando por el alma que iban a arrancar violentamente del cuerpo del que era propietaria. En realidad, él se había convencido a sí mismo que era un acto de fe aquello en lo que estaba colaborando: Dios lo había escogido a él para, como siervo y representante de Su Supremacía, terminar con la representación del Mal que en ocasiones aparecía en la Tierra.

El grupo frenó cuando estaba relativamente cerca de la casa. La pregunta que rondaba por encima de ellos y que nadie se atrevía a formular en voz alta era: ¿y ahora qué?

Cerraba el grupo Jorge, con un rifle en la mano y un cigarrillo liado en la otra. Andaba desanimado y desganado, dejándose llevar por la inercia. Cuando habían abandonado el pueblo, había mirado hacia la casa de Tina A través de los visillos había divisado su mirada cálida y apenada, que le mandaba un mensaje de rebeldía y precaución. Se reconocía un insensato y un malnacido. Sin embargo, por el momento, no podía hacer nada más: acompañar a todos los hombres del pueblo, resignarse y fingir. Por el momento.

-Dejadme adelantarme a mí, para que bendiga el terreno que vamos a pisar y nos favorezca- anunció el señor cura dando un paso al frente.
Todos consintieron, algunos por creerlo conveniente, otros porque temían de veras acercarse más a esa casa del mal.

-¿No es peligroso?
-Es el señor cura –tranquilizó Íñigo. -Dios está con él y ni el mismo demonio es capaz de enfrentarse al Señor.
Todos contemplaban cómo se arrodillaba frente al porche elevado por dos escalones de madera y rezaba mientras mantenía alzada la cruz de oro, que brillaba con fulgor debido a los primeros rayos de sol que la acariciaban.
Yo presentía que algo no marchaba bien, que se estaba mascando una tragedia, que estábamos entre todos contribuyendo a desencadenar un torbellino infernal del que ya no podríamos evadirnos nunca más. Y creo que no fui el único que pensó aquello en aquel momento, mientras los latinejos del señor cura seguían retumbando por las laderas y el eco los repetía rutinariamente, como algunos discursos oficiales. Años más tarde algún vecino me lo confirmó.

Todos nos percatamos menos él, el interesado. Todos enmudecimos mientras su voz seguía la retahíla de palabras sagradas que nos debería abrir el camino a la reconquista de nuestra libertad y la verdadera religión. Nadie gritó ni chilló, todos fuimos responsables porque nadie le avisó. En nuestro fuero interno, quizá para aliviarnos, al menos yo, pensamos que la ayuda era imposible y que cualquier intento hubiese sido en vano. Ahora ya no sé qué creer. Bueno, sí: lo que mis ojos vieron.

La mancha surgió de la puerta principal, que se entreabrió lo suficiente para que pudiese salir. Veloz como un rayo, atravesó la escasa distancia que había entre él y el hombre postrado en el suelo; el señor cura ni se enteró, ensimismado en sus plegarias y con la vista hacia el suelo; el ser era rápido y silencioso, muy silencioso. Lo primero que arrancó fueron las dos manos que sostenían el crucifijo. Un quejido desgarrador inundó los campos. Cayeron esas dos manos en el suelo como dos palomas abatidas por el certero disparo del cazador curtido. Después  las dos miradas se cruzaron un segundo, solamente un segundo, el suficiente como para entender ambos quién era el ganador y quién el perdedor. Luego, le destrozó el cuello apasionadamente y cuando ya sus fauces estuvieron manchadas del carmín de la sangre eclesiástica, abandonó el lugar al trote. Un disparó desviado y que ni de lejos resultó amenazador para el lobo lo paró cuando casi llegaba a la puerta. Se giró ceremoniosamente y nos lanzó un aullido que jamás olvidaré. Paco, el carpintero, que era quien había ejecutado tal pifia de tiro, creyó que moría en aquel mismo instante. Gracias a Dios, el animal se metió en la casa y la puerta se cerró.

Él no lo había azuzado. Nadie lo creería, pero era la verdad. Había entreabierto la puerta con vistas a echar una ojeada a la que se le venía encima, para vigilar los movimientos de ataque que iba a recibir y así, consecuentemente, preparar una defensa idónea, si es que la había. Había sido todo cuestión de milésimas de segundos: el animal se escabulló ágilmente y fue directo al objetivo. Parecía que ya tenía meditado el objetivo, puesto que no dudó ni un solo instante: corrió, desarmó, mató y regresó. Misión cumplida y ya está. Veloz y eficaz.
Tampoco riñó al lobo. No lo felicitó, por supuesto. Simplemente, lo dejó entrar, atrancó la puerta esperando, ahora sí, un contraataque definitivo e impetuoso, y le acarició la cabeza más a modo de despedida que de felicitación.
-Nos has sentenciado a muerte, amigo- le dijo.
El animal lo  miraba impertérrito y él comprendió:
-Tienes razón: ya lo estábamos desde el principio.

Jorge se erigió en el valiente que se atrevió a recuperar el destrozado cadáver del señor cura. Íñigo lo miró con odio y envidia, pues pronto despertó las admiraciones del resto que lo contemplaban como si hubieran presenciado una aparición divina. Ninguno de los allí presentes hubiera tenido las suficientes agallas para acercarse tanto: si ya antes lo temían por el mal que irradiaba la casa, más ahora que el lobo había atacado tan brutalmente al más inocente de los que conformaban el grupo.
Lo cogió del brazo sano y se lo cargó sobre la espalda, sin ascos a la sangre, poca ya, que le comenzó a chorrear por el cuello y los brazos. Con pasos lentos pero firmes se fue acercando hasta un pequeño grupo de cuatro hombres que se habían adelantado unos pocos metros a los demás. Esto también molestó a Íñigo: allí el jefe natural era él. ¿Por qué osaban todos sobresalir sobre su figura? Estos cuatro cogieron en volandas el cuerpo sin vida del señor cura y se marcharon afligidos y circunspectos, cual cofrades que tienen la responsabilidad y el orgullo de llevar sobre sus hombros la imagen de un santo mártir.

Justo cuando la ira de Íñigo llegaba a su máximo nivel y estaba a punto de dar la orden de ataque sin reservas, un viento huracanado e imprevisto surgió de la nada. Frío y violento. El sol todavía reinaba en el cielo durante el primer soplo, pero al segundo aparecieron de repente unos nubarrones negros que dejaron el día oscuro como la noche.
-Dios nos castiga, Dios nos castiga, Dios nos castiga... –lloriqueaba el más jovenzuelo.
-No es Dios: es el mismo Diablo –le respondía el más creyente.
Atónitos, se reunieron más compactamente, atemorizados no ya del fuerte viento que mecía ramas y árboles a su antojo, sino también de los rayos que parecían atacarles, cayendo a su alrededor como tachas que se clavaban en la rocosa tierra y formaban agujeros de fuego y pánico.
-Pero... ¿qué cojones es esto? –gritó Perico.

Tina se asustó de veras en cuanto vio esa extraña conjunción: la llegada de un cadáver y el repentino oscurecimiento. Más temió lo primero pues el corazón casi se le para al pensar que podía ser Jorge la primera víctima de aquella loca empresa, aunque al descubrir que finalmente era el señor cura, suspiró pecaminosamente de alivio. No obstante, no tuvo tiempo de tranquilizarse del todo, pues una granizada que ni los más viejos del lugar recordaban, azotó el pueblo y sus contornos.

Los más inteligentes corrieron al bosque, a intentar resguardarse de los pedazos de hielo que como puños empezaban a caer mezclados con otros de tamaño más natural; los más idiotas, se taparon las cabezas con sus propias manos inútilmente, pues pronto fueron lastimadas y heridas estas, y al quedar descubiertos sus melones, pronto se abrieron mortalmente la mayoría de ellos, pues empezaron a recibir tremendos golpetazos que los dejaron muertos o medio muertos; los más astutos, que fueron menos, siguieron por instinto a Jorge, que se internó por una zona del bosque a la que nadie jamás se le habría ocurrido ir. Este sabe, este sabe, pensaban aquellos que iban tras él. Y no se equivocaron: detrás de unos matorrales, como por arte de magia, surgió una pequeña cueva en la que todos se refugiaron aliviados mientras veían cómo morían algunos de sus amigos y vecinos.

La tormenta duró de piedra huracanada duró cinco minutos que fueron cinco siglos. Apenas amainó y un débil rayo de sol apareció cual bandera blanca, las mujeres salieron en estampida en busca de noticias sobre sus maridos, hijos o hermanos. Entre ellas, Tina, que tenía el cuádruple desasosiego: su abuelo, su padre, su hermano y Jorge.
El espectáculo que se encontraron fue dantesco: muertos desfigurados y embarrados, tirados en el suelo, pareciendo más muñecos destripados que seres humanos, heridos con la cabeza abierta, moratones en brazos, piernas y espalda, manos magulladas y ojos reventados, algunos escupiendo dientes o restos de dientes, tal vez pedazos de lenguas, otros sin uñas ni orejas, con agujeros en carne viva tan profundos como un pozo sin fondo, y gritos, muchos gritos y desconcierto.
Algunos de los muertos estaban irreconocibles; algunos de los gravemente heridos, también, pero a estos se les podía identificar por sus respectivos quejidos y ayes y peticiones de auxilio.
Al tiempo que llegaron ellas, surgieron de los bosques el resto, la mayoría incólumes, una minoría con heridas superficiales y de poco valor.
-Rápido, al pueblo, al pueblo. A darles las primeras curas –ordenó Íñigo, que de nuevo se había alzado en la cabeza dirigente y pensante
Y todos obedecieron entre lágrimas y pesares.

Ramón no entendió pero agradeció. ¿A quién? Eso solamente lo sabe él.
Lo había contemplado todo desde una rendija de una ventana. Sintió pena y odio, dos sentimientos confusos y barajados por una extraña mano. No se alternaban, sino que se daban simultáneamente. Eran dos siameses con el irrazonable despropósito de ser uno bello y el otro horrendo.
El ejército derrotado sin haber entrado en guerra se retiraba ante sus ojos. El lobo aullaba, dos veces, dos largos aullidos que estremecieron a los últimos que abandonaban el campo de batalla y provocaron que sus pasos se aceleraran notablemente.
No entendió pero agradeció. Y el mismo suspiro que el de Tina nació allí también.

El dolor aumenta si todo acaba. El dolor aumenta si te aprietan justo en el punto donde duele. El dolor aumenta si es dolor de verdad. El dolor nace y crece y se expande y tarda en morir. El dolor busca debilidades y las encuentra. El dolor es sabio, demasiado sabio. El dolor tiene garras y araña, tiene dientes y muerde, tiene pies y pisotea, no tiene corazón. El dolor no grita pero provoca gritos. El dolor es inmisericordioso. El dolor saca la lengua. El dolor es un ladrón de felicidad. El dolor tiene un nombre feo tal y como se merece. El dolor escupe a la cara y no se esconde. El dolor esconde mucho dolor. El dolor asusta tanto que él mismo se asusta de sí mismo. El dolor siempre es virgen. El dolor no mata, pero deja heridas mortales.

Albertina sentía un dolor muy adentro y ni llorando se le calmaba. Su abuelo y su padre habían muerto y eso no había pomada de amor ni ungüento cariñoso ni bálsamos mágicos que lo curase. Jamás Jorge la había visto llorar tanto. Su hermano había perdido una mano –en realidad se le había quedado inutilizada, pero la lengua es así de macabra y pesimista- y sufría una paranoia que le provoca vómitos y miedo a salir a la calle. Pero su hermano podía respirar. Su abuelo y su padre, no.

Los enterraron a todos en una fosa común porque fueron decenas los muertos y no había tiempo ni material para preparar tanta tumba ni tanto ataúd. Los hombres más fuertes y más sanos, entre ellos Jorge e Íñigo, entre los que empezaba a despertar un odio natural, se encargaron de cavar durante varias horas un inmenso agujero en mitad del cementerio. Parecía el cráter de un volcán baldío. Ramón los veía trabajar desde su casa tomándose una copa de vino añejo. Hubiese estado dispuesto a bajar y echarles una mano. Sabía, sin embargo, que era una idea estúpida e insensata si lo que pretendía era alargar al máximo su vida. Hubo muchas viudas y muchos huérfanos y muchas huérfanas y muchas madres que gritaron de dolor y rabia, sin comprender nada. El poeta hubiera querido decirles que ante la muerte no hay nada que comprender: es así y ya está. Naturalmente, se mordió la lengua y se guardó sus brillantes pensamientos para un cuaderno donde escribía retazos literarios que, pensaba él, algún día lo llevarían hasta el altar de los genios de las letras.
La que más lloró fue Tina, la pobre Albertina, que quedaba con un hermano inválido mental, una madre más muerta que viva y un futuro nublado como sus dos ojos herbívoros.

Durante tres días se guardó un luto no oficial mas riguroso. Al cuarto, en la taberna, se retomó la cuestión palpitante, como ya se dijo alguna vez refiriéndose a otros menesteres.

-Propongo pedir auxilio al ejército.
-Venga ya... ¡Que es un hombre!
-¡Y un lobo!
-Y menudo lobo...
-¿Y por un hombre y un lobo vamos a ser gallinas que claman socorro al ejército? Prefiero desertar y desterrarme antes que sufrir tremenda vergüenza.
La conversación seguía por esos ramales y nadie daba un paso al frente. Todos esperaban que bien Jorge, o bien Íñigo, tomaran la palabra, cada uno en una esquina de la barra de madera de roble, y dirigieran a ese pueblo perdido y necesitado de un Moisés.
-¿Y si le pidiéramos que se fuese?
-¿Acaso no era lo que estaba intentando hacer el señor cura cuando el bicharraco ese lo destrozó?
-El señor cura estaba rezando e invocando a todos los santos, no estaba manteniendo una conversación serena y fructífera con él.
-Con el demonio no se habla: tiene sus mañas para engatusarnos.
-¿Y de verdad creéis que es el demonio?
-¿Cómo te explicas lo de la tormenta y el granizo?
-Casualidades de la vida.
-Tiene razón. Además, ya no han vuelto a desaparecer...
No pudo terminar el argumento:
-¡Venid todos! ¡Corred!- les avisó el hijo mediano del médico. -¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Pero ahora ha aparecido!

La iglesia era un pequeño edificio de piedra construido hacía ya un siglo. Estaba formado por la nave principal, alargada y estrecha, repleta de bancos de madera; el presbiterio elevado desde cuyo altar de piedra hasta hacía cuatro días había sermoneado y guiado el señor cura a su rebaño, con su enorme crucifijo y un viejo retablo al fondo; un confesionario a mano derecha, una sacristía a mano izquierda, el primero en mitad de la nave, la segunda cercana al confesionario, y al fondo una puerta de madera que daba a la vivienda del señor párroco, conformada por una pequeña cocina, un baño y una habitación austera. Sin embargo, lo que más enorgullecía al pueblo era su campanario, el más alto de la comarca, un antebrazo duro y fuerte que proclamaba con sus campanas las dichas y las penas: todas las novedades pasaban por su diente vibrante y límpido. Su acceso era por dentro de la vivienda del señor cura y una estrecha escalera mohosa y sucia llegaba tras una larga subida hasta “La Graciosa”, como la habían bautizado a la campana.
Justo de ella colgaba una cuerda inaudita, atada a su melena con un nudo portentoso, mientras que en el otro cabo otro nudo agarraba desde los tobillos el cuerpo sin vida de un pequeño de cinco años. Estaba degollado y su sangre reptaba hacia abajo por la pared fría, buscando el calor de la tierra que se lo comería en breve.

Una pequeña pero intensa misiva había llegado a manos del arzobispo. En ella, con trazo firme y vocabulario preciso, se narraba la desdicha que al señor cura don Manuel le había acaecido: muerte violenta a manos de un ser salvaje enviado por el mismísimo Satanás. Sonrió su señoría mientras saboreaba el calor de un chocolate imprescindible en su dieta matutina. Cosas de paletos. Demonios, demonios. Si hubiese que hacer caso a cada carta que le llegaba y que planteaba tan cúmulo de sandeces, habría más diablos aquí que en el mismo Infierno. A cualquier suceso trágico le daban el matiz de sobrenatural estas gentes analfabetas. Sorbió otro poco, pues así era como mejor degustaba su chocolate: a traguitos cortos. Enviaría un par de emisarios para que redactasen un informe y tranquilizasen a aquella gente y arreando que es gerundio.

La psicosis se apoderó del pueblo.

-Yo no me fío de nadie. ¡Ni de mi sombra!
-¡Ni de tu sombra yo tampoco!

Todos querían creer en el mismo origen para todas aquellas tragedias y desgracias, cuyo carácter macabro aumentaba tal y como el número de las mismas se disparaba. Si antes solamente había muertes y desapariciones, ahora se presenciaban ataques mortíferos o muestras crueles de ensañamiento con niños. ¿Hasta dónde podía llegar esa loca pesadilla?

Ya hacía ocho días que Jorge no había vuelto a ver a Tina. Desde el entierro de su padre y de su abuelo, donde la había visto más luctuosa y destrozada que nunca. Aquel día se había encerrado en su casa y nadie había entrado más en ella. Solamente su madre salía a realizar los recados más necesarios y apenas saludaba o contestaba con monosílabos. Además, tras el horror del campanario, la mayoría de habitantes se habían retraído en sus hogares y apenas pisaban las calles. La taberna había perdido a muchos de sus clientes y las calles y plazas del pueblo estaban desiertas a casi cualquier hora del día. Aquello parecía un pueblo fantasma realmente. El miedo se estaba haciendo dueño de aquel lugar.

A Ramón le extrañó tanta calma. Pensó que tras los sucesos del lobo y del granizado caerían sobre él con más saña y odio que antes. Sin embargo, todo parecía extrañamente tranquilo. Además, dos días después del entierro masivo y conjunto, otro nuevo entierro había divisado desde su posición privilegiada. Esta vez, menos concurrencia y más contención, como si fuese una muerte más prevista. Pensó que sería algún anciano del lugar, que ya llevaría acarreando alguna larga enfermedad y cuyo fin era cuestión de tiempo, como todo y como todos.

Aquella noche todos, incluso Ramón, lo oyeron y lo sintieron. Los despertó pasada ya la media noche. Nadie pudo ver nada, bien porque algunos no se atrevieron ni a asomarse por las ventanas, bien porque la noche era oscura cual aceituna negra. Al principio fue como un rumor de cascos, un golpeteo metálico y seco contra el suelo. A continuación, a medida que el ruido iba en aumento, un temblor suave que se fue adueñando de paredes y tabiques y tierra, para ir desplazándose por cualquier objeto: mesas, cuadros, jarrones, camas... Hubo un instante en que pareció que un volcán se iba a abrir bajo sus pies y cuando la tierra se abriese se los engulliría a todos, sin dejar rastro alguno del pueblo que existió. De pronto, incluso entre las rendijas de puertas y ventanas que estaban cerradas a cal y canto, se coló un fulgor azulado acompañado de un sonido agudo y molesto, casi sangrante, que se les clavó en los oídos a todos, incluido animales. Y cuando pensaron que sería eso y no el volcán o terremoto el que acabaría con ellos, llegaron de nuevo el silencio y la oscuridad reinantes.

Nadie dijo nada, todos disimularon ante todos. Lo silenciaron.

Solamente el lobo, a partir de entonces, se despertó todas las noches a la misma hora en que sucedió esto. Abandonaba los pies de la cama donde dormía Ramón y cruzaba la casa en busca de la puerta principal, que permanecía abierta por un resquicio por si el animal necesitaba salir. Una vez plantado en el porche, lanzaba un aullido que estremecía.

Los emisarios del arzobispo llegaron un domingo por la tarde. Ese mismo día, por la mañana, Íñigo se presentó en casa de Albertina y pidió hablar con la madre. Ofreció educadamente su mano derecha a la señora mientras en la izquierda mantenía aferrado con fuerza un misterioso papel.

Anduvo el resto del día cabizbaja y pensativa, muy pensativa. No habló con su hija ni subió a visitar a su hijo, que descansaba en su cama absorto a todo lo que ocurría a su alrededor desde aquel fatídico día. Se tomó un té y un par de galletas caseras a solas, puesto que Tina no bajó a acompañarla como otras tardes. Esa chiquilla estaba tan distinta... Ya no tenía ni ganas de ver a su novio... ¿Cuántos días hacía que no salía de casa ni se veían? Había perdido la cuenta... Pero es que hasta ella misma iba distraída y como en una nebulosa que le impedía seguir con su anterior normalidad. Mejor que hubiese habido un cambio, así, brusco, porque sería mejor para todos... Y más después de haber leído ese papel... Ese papel comprometedor que había firmado su desdichado Luis... ¿Por qué lo haría? ¿Para dejar colocada a su única hija en caso de...? Ay, Dios mío, cómo explicárselo a ella, cómo...
Le doy una semana, señora Alberta, le había dicho con amabilidad Íñigo. Pasado ese lapso de tiempo, si usted no la informa, lo haré yo personalmente. Aunque tenga que pregonarlo mediante un bando.

Uno era alto y espigado, el otro bajito y redondo; ambos tonsurados, aunque uno rubio y otro pelirrojo; el primero, casi sin nariz, mientras que el segundo parecía tener dos; ambos con miradas incriminatorias y oscuras, pozos de tinieblas o lunas nuevas; vestían con los atuendos propios de los dominicos; andaban con pasos cortos y rápidos, como si fuesen a cámara rápida, pero no denotaban cansancio ni sudor; cuarenta uñas negras y dos bocas resecas, con sus labios belfos y agrietados bajo un incipiente bigotillo en uno, dentro de una tupida barba en el otro.
Se plantaron en mitad de la plaza y se extrañaron de la soledad y el silencio que predominaban. Uno tosió porque le picaba la garganta, el otro creyó que era una forma de llamar la atención para que se presentase alguien  y tosió más fuerte e intencionadamente, de forma tan teatral que el primero se le quedó mirando entre sorprendido y recriminante, pues no se debe fingir jamás porque el Señor lo ve todo y lo sabe todo.
Pasaron los minutos y nadie aparecía. El punto decidió gritar y esta vez el otro no se lo reprochó de ninguna manera. Decenas de ojos se asomaron en las ventanas y pronto estuvieron rodeados por la gran mayoría de los habitantes.

Se alojaron en la habitación del difunto señor cura y al día siguiente ofrecieron una misa en homenaje a los difuntos. Todo el pueblo dejó sus menesteres y acudió: era la primera vez desde el día del entierro común que salían todos y las calles se volvían a llenar. Algunos acudieron por imposición, otros aliviados porque pensaban que su salvación había llegado con el advenimiento de esos dos enviados.

Durante la misa, Jorge buscó con la mirada a Tina, Tina mantuvo la vista fija en los dos dominicos, Íñigo buscaba tanto la mirada de Tina como la de su madre, y doña Alberta se mantuvo con los ojos cerrados.

Esa misma tarde, de nuevo todos se reunieron en la plaza del pueblo. Los dos frailes se elevaron subidos en la fuente de piedra y tomaron la palabra.

El demonio, el demonio. Palabra con la que se nos llena la boca y que en la mayoría de casos encierra el fanatismo, la inopia o la incultura. El demonio, el demonio. Todos los males creemos que son del demonio, y es cierto, pero no podemos creer que cada jarrón que se resbala es consecuencia de la mano del Maligno. Hay gente malvada, mucha, más de la que imaginamos. Se esconden como harpías y como harpías nos atacan subrepticiamente, pero no son demonios, por favor. Son burdas imitaciones del Mal, así, con mayúsculas. Distingamos entonces entre males menores y males mayores. ¿Los sabemos discernir? Vosotros, por supuesto que no. Nosotros, sí. Y para eso hemos venido desde tan lejos: para tranquilizaros. En efecto, tranquilizaros, porque todo parece indicar que lo que hay aquí es mal menor: un loco con la suerte de lado y un rebaño asustado con la suerte en contra. Eso es todo. Nada parece que sea lo contrario. Habría señales desde nuestra llegada, porque el Demonio sabe cuándo llegan los verdaderos emisarios de Dios para combatirlo y eliminarlo con tenacidad y sin temor. ¿Y qué ha ocurrido desde que llegamos hace ya veinticuatro horas? Nada. Eso es: nada. ¿Por qué preocuparse entonces? Mañana iremos a hablar con ese hombre... Nosotros ni le guardamos rencor ni nos provoca miedo. Y cuando salgamos de allí podremos con total claridad informaros de la verdad. Así que... Id en paz, hijos, y no temáis al Diablo porque el escudo y la espada de Dios están entre vosotros.

Aquella noche todos durmieron tranquilos. Todos menos doña Alberta, que seguía rumiando la mejor manera de dar la noticia a su hija. Y todos menos Ramón, que se desveló a media noche y se preocupó cuando el lobo miraba fijamente por la ventana hacia el pueblo, tan en alerta como un centinela cuando presiente que el ejército enemigo se aproxima a sus trincheras.

Una carta es siempre una pequeña propiedad privada. Publicarla sin permiso está penado con la muerte o la más horrible de las penas: la soledad carcelaria en un calabozo siberiano, donde arrepentirse de por vida de haber cometido tal sacrílega publicación. Una misiva es personal y solamente necesita un emisor y un receptor, nadie más. Toda epístola guarda información unipersonal y unidireccional. Los entrometidos que husmean en busca de carroña deberían ser castigados con el corte sin miramientos de sus largos y asquerosos hocicos.
Una carta puede sanar o matar, herir o curar, romper sueños o crear mundos, provocar insomnio o pesadillas, esperanzas o desdichas. Una carta es un cielo y un infierno, dos piedras o dos diamantes, cien años más de vida o cien años más de muerte lenta.
Una carta es un papel, pero como dice el poeta, puede hacer sangrar; también puede inventar sonrisas.
Una carta llegó a manos de Jorge aquella mañana. Una carta dirigida a él. Una carta breve y concisa. Decía lo importante y se dejaba de vaguedades y circunloquios huecos que, si bien endulcoran las malas nuevas, alargan insoportablemente la agonía de la verdad.
Quiso no creer pero creyó. La arrugó con odio y luego la desdobló para releerla. Se odió y se mordió los puños. La volvió a arrugar y con una ira indescriptible la lanzó contra las llamas que bailaban en la chimenea hogareña. Subió a grandes zancadas a su habitación, se tiró en la cama y lloró largas horas como un crío al que le acaban de decir que los Reyes Magos no existen, que papá y mamá han muerto, que el amor es mentira.
La carta iba firmada por doña Alberta.

Se plantaron ante la cerca abandonada y casi podrida que rodeaba los terrenos que circundaban la casa de Ramón. El día era soleado y ni una solitaria nube manchaba ese lienzo marino y perfecto que era el cielo. Por el horizonte ya se oteaban las aves que empezaban a buscar cobijo ante la próxima noche fría. El viento era fresco y suave, aunque parezca imposible. Movía las pequeñas ramas de los árboles y más parecía que las acariciara que las azotase.
Los dos dominicos estaban tranquilos. Abrieron la pequeña puerta de madera endeble y ennegrecida y cruzaron por el sendero asilvestrado y yerto que conducía a la morada del mal, como la habían bautizado algunos de los vecinos.
A su alrededor, todo estaba dejado de la mano de Dios, o del Demonio: tierras sin cultivar, aliagas que se habían adueñado de todo, árboles sin podar y restos de ramas rotas y árboles caídos que tetrificaban todavía más aquel paraje tan temido.
Caminaban al unísono, siguiendo un mismo ritmo pesado por la cuesta que les quedaba hasta llegar a lo alto de la colina, donde imperaba aquella casucha que aparentaba sencillez e inocencia. No hablaban entre ellos, cada cual inmerso en sus pensamientos, váyase a saber en qué piensan dos santurrones si no es en la Divinidad y su Benevolencia.
Se pararon frente a la puerta, suspiraron los dos a la vez, y el más alto llamó con suaves golpes de nudillos a la madera.

El contenido de la conversación que mantuvieron con Ramón nadie lo sabe y será un secreto que los tres se llevarán a la tumba. El tiempo, sí: dos horas. Mucho impertinente que se mete en lo que no le toca, o si le toca, se mete incluso demasiado, vigiló y espió la duración del coloquio. Dos horas, dos horas, coincidieron todos los marujones y las marujas, que de todo hay en la viña del Señor.
Cuando regresaron a la plaza del pueblo, ya oscurecido, todo el pueblo los esperaba.
-¿Y qué? ¿Y qué?
Ambos se miraron con cierta complicidad y dijo el más bajo:
-Es un santo. ¡Un santo! El mal, si existe, proviene de otro sitio. Pero ese hombre... ¡es un santo! Merece admiración y devoción, en vez de resentimiento y odio y miedo.

La luna no lo acompañó la noche que se escapó. Saltó de la ventana y con un macuto en la espalda, dentro del cual guardó aquello que precisó que necesitaría de allí en adelante, se alejó del pueblo furtivamente como un ladrón o un zorro, o las dos opciones combinadas según gustos. El roto corazón de Jorge marchó para no volver y no ver lo que sus ojos no deseaban ver ni creer.

Pasaron los días y un rumor estúpido comenzó a propagarse por el pueblo. El Mal había desaparecido casualmente el mismo día en que Jorge había abandonado el pueblo. ¿Y si él era el auténtico Mal? Todos recordaban aquellos días en que había desaparecido misteriosamente y luego había regresado. ¿Había sido raptado por brujas? ¿Había pactado con el mismísimo Satanás? ¿Qué extraños y maléficos poderes había adquirido para, de repente, volver y castigar de tal manera a su pueblo? Todos los datos coincidían e incluso se inventaron historias para corroborar el pensamiento único que iba solidificándose: los perros le huían, una vez le brillaron los ojos de un misterioso color rojos, no quería atacar a Ramón y quizá era por remordimientos hacia aquel santo varón pues el verdadero culpable anidaba dentro de su pecador cuerpo, le habían oído cierta noche murmurar unas palabras en un idioma muy pero que muy raro y tenebroso...
Ya no había dudas  o, mejor dicho, la duda se plantó en aquel pueblo. ¿Y si Jorge era el demonio y había huido con la llegada de aquellos dominicos?

Dos meses y medio más tarde, Íñigo y Tina se casaron. Él apuesto y alegre, con una sonrisa triunfadora y un orgullo vomitivo; ella seria, demasiado seria, y aquel día estuvo mucho más fea de lo que ninguno la habíamos visto nunca. De hecho, a partir de aquel momento, cuando salió de la iglesia a la que mandaron un nuevo señor párroco, se volvió más fea y seria, como con una bala de plomo en la garganta, y se cambió el nombre a Alberta, como su madre.

Pasaron los años y un hermoso día de verano Ramón apareció en el pueblo y se tumbó en mitad de la plaza del pueblo. Extrañados y temerosos, nadie se atrevió a acercarse ante aquella visión que hacía tantos años que no habían vuelto a ver. Estaba muy raído y demasiado envejecido para su edad. Todos hicieron un corro a una distancia prudente hasta que apareció el señor párroco y con paso decidido se acercó a él y lo auscultó.
-Este hombre está muerto.

Lo enterraron a pocos metros de su casa y pronto corrió la voz por toda la comarca de que aquella casa era un santuario y que se curaban las enfermedades más mortíferas. Empezaron a acudir gentes de todas partes y entre un cojo que se marchó entre saltos de alegría, un ciego que dijo poder distinguir algunos colores y otros pequeños milagros, su fama creció como la espuma y muy pronto se convirtió aquella casa de la colina en un centro de peregrinación al que acudían tanto curiosos como devotos.
El lobo había desaparecido el mismo día del entierro de su amo.

Todos los domingos una hilera de hormigas creyentes o enfermas desfilaba por el sendero que conducía hasta la casa y ante la puerta dejaban velones encendidos y rezaban plegarias por muertos, por vivos y por vivos que estaban más muertos que vivos. Viejas, jóvenes, niños, matrimonios e incluso monjes y monjas se acercaban a aquel lugar en silencio y con un hálito de esperanza en sus almas.
Desde su ventana, envejecida, fea y seria, Alberta observaba a los peregrinos y suspiraba tristemente, echando en falta los días del Maligno.










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