Acarició sus cabellos con sumo cuidado, como si temiera que
fuesen de hielo y se pudiesen quebrar en cualquier descuido. Sus dedos callosos
y endurecidos por la tierra y el sudor se abrían paso dulcemente entre las
hebras soleadas, peinándola con un extremo cariño mientras con los ojos cerrados musitaba una
canción infantil, la misma que escuchó él desde la cuna hacía ya tantos años
que las imágenes se le había borrado, pero no los sonidos de aquella época.
Suspiró y todos temimos que el alma se le escapase en ese suspiro, largo y
proveniente desde lo más hondo de su alma. No fue lastimero ni quejoso: fue
otro pedazo de vida que se le escapaba, un tercio de alegría, veinte años de
envejecimiento precoz e instantáneo. Cuando la besó en la encerada frente
marmórea, no pudo reprimir una lágrima sincera y tan salada como un océano
entero, y antes de que empezara a derrumbarse irremediablemente unos cuantos
nos acercamos a abrazarlo y consolarlo, aunque éramos conscientes de que era
una acometida imposible, mientras que el enterrador cerraba la caja y junto a
su ayudante, un tipo taciturno y grisáceo, bajaban el ataúd por el estrecho
hueco de tierra donde descansaría eternamente el pequeño cuerpo de su única
hija.
La madre había muerto hacía siete años durante el parto.
Había sido un nacimiento muy esperado, puesto que ambos llevaban quince años
casados y todavía no habían obtenido el fruto del amor. Ella rondaba los cuarenta
y era una mujer delgada y estirada como una vara, pero igualmente fuerte y
difícil de quebrar. Sin embargo, durante el parto, unas fiebres inexplicables
la habían asaltado con una ferocidad insultante y la habían debilitado hasta
tal punto que tras ver a su hija recién nacida perdió el conocimiento y se
sumió en un sueño del que ya no despertaría. Al día siguiente del nacimiento de
su hija, Ramón enterraba a su esposa.
La nodriza se ocupó de la criatura desde ese mismo instante,
puesto que Ramón se dedicaba casi por entero al sustento de su casa: labrar sus
campos, alimentar y cuidar su pequeño ganado y cortar leña para mantener la
lumbre y el calor dentro de su hogar, ya que el invierno que se aproximaba
sería duro como todos los que su memoria recordaba. Era una joven madre soltera
que había dado a luz hacía dos meses. Como no había querido reconocer el nombre
del padre, la habían echado de su casa y llevaba cuatro meses vagando por las
calles del pueblo, viviendo de la caridad de algunos de sus vecinos y
resguardándose furtivamente en algún establo o corral siempre que podía; en
caso contrario, una pequeña cueva que no distaba mucho de las viviendas se
convertía en su lecho durante las horas nocturnas. En cuanto supo de la muerte,
se acercó a la casa ofreciéndose a cuidar del recién nacido a cambio de lecho y
una comida al día. Uno de los vecinos la insultó e intentó agredirla - “Putas
no queremos en nuestras casas”- y una de las vecinas se armó con dos guijarros
amenazantes al tiempo que otra le señalaba el camino de vuelta. Alertado por
los gritos que rompían el silencio respetuoso del velatorio, apareció en el
umbral de la puerta Ramón preguntando qué ocurría. Informado de los hechos,
pidió a Pepe, su mejor amigo, que fuese en busca de aquella mujer. Obedeció y
la trajo de regreso.
-Tú me necesitas como yo te necesito. Ni yo quiero saber tu
pasado ni tú quieres entrometerte en mi futuro. Convivamos y que Dios decida
cuando tenga que hacerlo.
Y desde ese momento entró en la casa y se ocupó de su niño y
de Alba.
El niño de la nodriza murió un año más tarde y esta pudo ser
la primera señal. Se fue apagando como una planta que no se riega e
irremediablemente se seca. Nadie comprendió la razón de que un niño que gozaba
de una salud tan buena pudiera morirse así, en apenas una semana. La madre lo
lloró loca, pero una vez estuvo bajo tierra, centró todas sus atenciones en la
otra niña, quizá porque un clavo saca otro clavo. La cuidó y la mimó igual que
antes, solo que ahora las caricias y las palabras bonitas, los besos y las
atenciones ya no estaban repartidas.
Tres años más tarde murió la nodriza. Nadie comprendió la
razón de que una mujer joven y aparentemente sana pudiera morirse así, en
apenas diez días. Ramón no ató cabos y la enterró dignamente, pues como
sustituta de madre había cumplido a la perfección, entregándose en cuerpo y
alma a su pequeña y dándole unos cuidados y una educación como si de su hija se
tratase. Pagó a precio de oro el pedazo de tierra que lindaba con la tumba de
su bebé muerto para que pudiese descansar al lado de él. Gracias, murmuró para
sus adentros, muchas gracias por todo. No derramó ni una lágrima. Era la
tercera muerte que acaecía en su casa en los últimos cuatro años. Tal vez su
corazón se estaba acorazando. Alba no entendió mucho, pero sí que lloró. Y
mucho. Dicen que un río brotó de sus ojos e inundó la aldea. Otros cuentan que
lloró tanto que se le secaron los órganos, ya nunca se recuperaron del todo y
por eso murió tres años más tarde.
Pronto comenzó a extenderse el rumor de que la casa de Ramón
estaba embrujada. Un extraño maleficio se había apoderado de ella y todos sus
habitantes acababan sucumbiendo al hechizo de la muerte. ¿Todos? No, Ramón
seguía vivo. Ramón era el demonio que atraía a sus víctimas y las mataba lentamente,
chupaba sus almas, bebía de sus espíritus, se alimentaba de su inocencia: dos
mujeres y dos niños, seres desválidos a los que era fácil enviar a la oscuridad
con sus artimañas mágicas y satánicas. Nadie debía acercarse a él, nadie debía
volver a pisar su casa, todos debían evitar el trato con ese ser misterioso y
aterrador, con ese rey Midas que convertía en ceniza y putrefacción todo lo que
tocaba. Pepe intentó rebatir esas locuras, como él mismo las denominaba, pero
la muerte se le presentó fatídicamente durante una fuerte discusión en la
taberna y, para su desgracia y la de Ramón, corroboró lo que todos temían.
Como la casa de Ramón no estaba en el pueblo, sino que
reinaba en una pequeña colina cercana, no fue obligado por sus vecinos a abandonar
sus tierras, pero sí que se le negó bajo amenaza de muerte que se aproximase al
pueblo o al cementerio. El primer día que pretendía bajar a por miel y vino,
unos disparos murieron a dos metros de sus pies justo cuando abandonaba sus
terrenos y se adentraba en el sendero que conducía al pueblo.
-¡El demonio no es bien recibido en estos lares!
-¡Ni se te ocurra acercarte o te volaremos la tapa de los
sesos!
-¡Da gracias a tu Lucifer de que no vamos y prendemos la casa
contigo dentro!
-¡Avisado quedas!
Por alguna razón que se le escapaba, el pueblo lo aislaba.
Giró y regresó a su casa maldiciendo, preguntándose y ahora qué.
Fue a partir de entonces cuando su peculiar figura se fue
singularizando. Hasta ese momento había cuidado su aspecto tal y como mandan
los cánones cívicos, morales y éticos. Sin embargo, poco a poco fue
engrandeciéndose su dejadez y disminuyendo su aseo: jamás se volvió a cortar
los cabellos que, súbitamente, se encanecieron a manojos; se dejó crecer una
inmensa barba, poblada como una selva; se duchaba de Pascuas a Ramos y sus
ropas nunca más fueron limpiadas, con lo que algunos aventurados que
curioseaban por los alrededores pudieron jurar que desde aquel epicentro
irradiaba un hedor insoportable e inmundo; cortando leña se le clavó causándole
la pérdida del ojo una traidora astilla, que le provocó asimismo una supuración
que dios sabe cómo no le provocó una infección total en el rostro, aunque no se
salvó de que se le deformase considerablemente esa zona de la cara, semejando
un amorfo monstruo; sus uñas amarillearon y perdió varios dientes y los que le
quedaron se tornaron pedazos de carbón. Envejeció treinta años en un año.
Nadie supo cómo, pero se le comenzó a ver con un cachorro de
lobo. Sus brujerías, sus brujerías, aseguraban las malas lenguas. El animal le
seguía a todas partes y no se separaba más de dos metros de Ramón, quien le
ofrecía los cariños y mimos que había guardado para su esposa y su hija.
Hablaba con el lobezno como quien habla con un adulto, explicándole tareas que llevaba
a cabo o historias, tanto reales como ficticias, que se le venían a la cabeza
cuando saboreaba un buen cuenco de leche caliente a la luz y el calor de la
chimenea. El animal lo miraba como si comprendiese. Puede que comprendiera.
Pasaron los años y la leyenda se fue consolidando. En la casa
de la colina vivía un loco. Un asesino. Un enviado de Satán. La mala suerte
personificada. Un monstruo. Dos, si contaban al lobo inmenso en que se había
convertido aquel cachorro. Las versiones podían variar en la forma, no en el
fondo: aquel hombre mataba a todos los seres indefensos que caían en sus redes.
Todas las madres contaban la historia a sus hijos y les advertían
encarecidamente para que no se acercasen a aquellos malditos terrenos, donde
reinaban la muerte y el horror de la mano de un ser que no era de este mundo.
Cuando desapareció el primer niño, todas las sospechas
recayeron en él. Tenía ocho años y parecía un ángel. Su madre lo había mandado,
después de cenar, a la fuente del pueblo para que rellenase una jarra. El
chiquillo se había alejado canturreando una canción de cuna que su mamá cantaba
para adormecer a su hermanito pequeño. El padre lo había visto ir en la
dirección correcta a través de la ventana, mientras degustaba una pipa y una
copa de coñac. La oscuridad casi se lo había tragado poco a poco, pero las
luces de las casas de los vecinos que custodiaban su camino lo tranquilizaban,
sabiendo que lo que sus ojos no divisaban era vigilido por otros de su entera
confianza. Además, no era la primera vez que su hijo realizaba esa tarea a esas
horas: pronto sería un hombre y cuatro manos trabajan más campo que dos. Se
ensimismó en sus pensamientos, semejantes a las cuentas de la lechera, hasta
que la voz de su esposa lo devolvió a la cruda realidad:
-¿Y Marcos?
La búsqueda duró tres días con sus tres noches y fue
infructuosa. No hubo palmo de bosque ni de pueblo que no fuese inspeccionado a
conciencia por todo el pueblo, pues todos los habitantes participaron en las
diversas expediciones que se llevaron a cabo para encontrar al crío. No sirvió
de nada. Solamente una pista: la jarra que había llevado se había encontrado a
la salida del pueblo. Nadie había visto nada y nadie había oído nada. Como si
se hubiera esfumado o la tierra se lo hubiese tragado. La madre lloró y el cura
del pueblo imploró piedad al Señor por ese corderillo del que no se tenían
noticias. Al cuarto día, se le dio por muerto y, aunque el señor cura prohibió
que se acusase a nadie sin pruebas -pese a que él lo temía y también lo pensaba
en lo más hondo de su alma-, todos supieron de quién era obra todo aquello. Sin
embargo, ninguno tuvo agallas para ir hasta la casa.
El siguiente niño era un bebé de cuatro meses. Ocurrió medio
año más tarde del primer suceso. La madre se extrañó de que su pequeño, que
dormía en la cuna en una habitación adyacente a la del tálama nupcial, no
llorase a media noche reclamando su alimento lácteo. Cuando llegó a la
habitación se encontró con la cuna vacía y la ventana abierta. Sus gritos se
pudieron oír en todo el pueblo y el marido la tuvo que abofetear en repetidas
ocasiones para que se calmase. Tampoco lo encontraron jamás. Alguna voz
malediciente pregonaba por las esquinas que desde su casa, cuando el silencio
de la noche era rey y señor de aquellos parajes, se oían los lloros de un bebé
a lo lejos, como si proviniesen de la casa de la colina.
La alarma cundió tras la desaparición del tercero. No
importaron los datos que rodearon al
hecho en sí: la importancia se centró en el hecho mismo.
Las campanas de la pequeña iglesia del pueblo voltearon con
furia avisando a todos los convecinos de la reunión extraordinaria y urgente
que se había organizado en la plaza. Fueron concurriendo todos, tanto mayores
como niños, puesto que ya nadie se fiaba de dejar ni un solo segundo a solas a
sus hijos.
-Ya son tres. ¡Tres!- proclamó el que se erigió en líder. - Y
todos intuimos quién es el responsable.
-Lo intuimos pero no tenemos pruebas- respondió otro.
-¿Hacen falta más pruebas o más pérdidas para que tomemos una
decisión que acabe con esto?- contraatacó otra.
-¡Pero es que las decisiones no se pueden tomar con
prejuicios!- exclamó el más anciano del lugar.
Un murmullo se alzó y todas las voces se oyeron pero ninguna
se entendió. Al final, de nuevo el más anciano tomó la palabra y cerró la
reunión:
-No cometamos despropósitos, al menos todavía no. Estemos ojo
avizor y vigilemos bien. Si lo atrapamos intentándolo, que sea consecuente con
sus pérfidos actos del demonio. Y si desaparece otro y no lo pillamos... que
Dios reparta suerte.
Una semana más tarde ocurrió lo que temía el viejo: una niña
de cinco años desapareció, nadie supo cómo, en el camino que llevaba de la
escuela a su casa. Iba junto a todos los demás niños, y estos iban encabezados
y cerrando el grupo por cuatro adultos que iban a recogerlos a diario. En
total, eran doce personas. Ella iba en la parte central, ensimismada en su
mundo infantil, pasando desapercibida como otras veces. Cuando llegaron a su
casa para entregarla a su madre, se percataron de que no estaba.
Corriendo, los cuatro adultos rehicieron el camino como
desesperados, llamándola a gritos y adentrándose en el bosque que bordeaba el
sendero que llevaba desde la escuela al pueblo, apenas trescientos metros. Todo
fue en vano: Rosalinda no contestaba ni daba señales de vida.
-Hay que matarlo.
-Sí, es la única solución.
-No hay marcha atrás.
-No descansaremos hasta que haya muerto.
-¡Un exorcismo, un exorcismo!
-¡Muerte al monstruo!
-¡Nuestros hijos no sobrevivirán si no acabamos con ese demonio!
-¡Todos morirán uno a uno!
-Y luego vendrá a por nosotros.
-Estas tierras están infectadas por sus manos de ultratumba.
-Pero hijos míos...
-Usted cállese, porque si no le hubiéramos hecho caso la
última vez ahora mi hija estaría viva.
-Mañana por la mañana, a primera hora, todos aquí con todas
las armas que tengáis. Empezaremos la cacería para dar fin a esta pesadilla.
Aquella noche su esposa no oyó cómo abandonaba el lecho y
salía de la casa descalzo. Cruzó los diez metros que le separaban del corral y
buscó la viga más idónea. Después, lanzó la cuerda y al tercer intento la coló
por arriba. Hizo un nudo fuerte, de esos que son imposibles de deshacer y luego
buscó una banqueta a la que se subió. Las gallinas dormían plácidamente y el
cerdo roncaba ajeno a todo. De una patada la banqueta voló y el golpe fue seco:
el cuello se había roto y el cuerpo inerte del más anciano del lugar colgaba
balanceándose como un péndulo en la noche previa al gran día.
La fuerza del grupo se disipó tal y como lo haría un fuego al
que se deja morir cuando no se le echa más leña cuando apareció doña Romualda,
suplicando y dejando tras de sí un riachuelo:
-Por favor, que alguien me ayude a bajarlo. Por favor, que
alguien me ayude a bajarlo. Por favor, que alguien me ayude a...
El estribillo continuó hasta que todos acudieron hasta su
corral y contemplaron atónitos la amarga escena. Con la ayuda de la misma
banqueta, que estaba ahora colocada perfectamente en su sitio, tres de los
hombres bajaron solemnemente el cadáver y lo colocaron en tierra, siendo
admirado por el círculo que en derredor se formó.
Doña Romualda juró y perjuró hasta el mismo día de su muerte
de que su marido no se había suicidado. Es imposible, él era una amante de la
vida. Por eso mismo, replicaba el poeta del pueblo, es mucho más probable que
todo haya sido un suicidio, porque son los amantes los más osados cuando
deciden quedar acurrucados en los brazos de la muerte, y la historia está
repleta de ejemplos que lo corroboran. Pero no, él no, y rompía a llover porque
lo que surgía de sus ojos eran auténticos diluvios, y ya cuando se calmaba,
continuaba con su explicación, no, porque además para suicidarse hubiese
necesitado ayuda, aunque solamente hubiera sido la banqueta, pero no se sirvió
de ella porque cuando yo entré y lo vi, la banqueta estaba en ese mismo rincón
en el que todos la habéis visto cuando llegasteis.
-Ha sido él.
-¿Cómo puedes estar tan seguro?
-¿Quién, si no, lo alzó para ahorcarlo? La banqueta no
pudo... Y él solo encaramarse tan alto con sus años...
-Quizá alguien lo ayudó.
-¿Un cómplice? Parece absurdo.
-Mayores estupideces hemos visto tú y yo con estos ojos...
-Pero caballeros, no busquemos tres pies al gato, y menos en
esta sagrada taberna...
-¿Y cuál es tu opinión si se puede saber, Mauricio?
Carraspeó como si en vez de limpiar la voz quisiese limpiar
las palabras, dio una profunda calada a su caliqueño, se acabó de un último
trago la copa de coñac y exclamó:
-¿Pero de verdad hace falta, señores?
Todos los allí presentes comprendieron y abandonaron el tema.
Luego continuaron bebiendo en silencio extraño.
A la mañana siguiente, sin mutuo acuerdo, fueron reuniéndose
todos en la plaza. El que la vez anterior se había eregido en líder, volvió a
arengar a sus devocionarios:
-Estamos en sumo peligro, señoras y señores. Un mal
desconocido azota nuestro pueblo y ese mal se llama Ramón.
Pequeños gritos y lamentos se alzaron interrumpiendo el
discurso, mirándose unos a otros con caras de temor e inquietud.
-Sí, no tengamos miedo en pronunciar su nombre, igual que no
debemos tenerlo cuando pronunciamos el de Satanás, Lucifer o cualquiera de sus
secuaces. Y no debemos tenerlo porque somos creyentes, porque llevamos todos
colgada la cruz del Señor, porque el señor cura está de nuestra parte y nos bendice,
y porque Dios Todopoderoso no va a dejar que el Mal triunfe sobre el Bien.
Los ánimos se fueron calmando tal y como las palabras
avanzaban y todos, casi por instinto, se tocaban la cruz bendita que llevaban a
modo de colgante bajo sus ropas.
-El Mal irradia desde esa casa, donde no sabemos qué tipo de
monstruosidades se están cometiendo en honor de los dueños del Infierno. Es
grande, muy grande, y muy poderoso, más de lo que creíamos, puesto que ya no se
conforma con robar almas inocentes y frágiles como son las mujeres y los niños,
sino que además ahora se enfrente a ánimas curtidas en mil batallas y las
empuja a la desesperación y el suicidio.
La perorata siguió por los mismos términos y paulatinamente
iba calando en las raíces más profundas de las creencias de los oyentes, dando
fin con un grito de guerra:
-¿Moriremos mirándonos a las caras los unos a los otros, o
vamos a ir a luchar por nuestras vidas y las de nuestros seres queridos?
Ramón bebía más de lo conveniente desde hacía muchos años. Jamás
había sido un gran bebedor y, de hecho, el agua era su complemento ideal cuando
comía. Sin embargo, los envites de la vida lo habían abocado al alcohol. Ahora,
cada mañana, nada más levantarse, se bebía una copa de orujo, una de las tantas
botellas que había guardado desde su más temprana juventud en la bodega
familiar y que luego había llevado hasta su casa cuando se casó. Allí habían
permanecido almacenadas, de nuevo en otra bodega, esta más pequeña y lúgubre,
cubriéndose con el paso de los días de polvo y telarañas aunque su contenido se
mantenía, si no intacto, mejor que cuando fueron depositadas. Coñac, orujo,
anís y vino eran las más abundantes, aunque el ron o el moscatel también
estaban debidamente representadas. Degustaba su copa sentado al sofá y mirando
de hito en hito las llamas que había encendido en la chimenea pese a que no
hacía frío. Sin embargo, el hechizo de esas olas verticales y rojoazuladas le
transmitía una paz que lo empujaba a encender el fuego todos los días del año.
A su lado, tumbado fielmente, el lobo dormía mientras con la mano libre le
acariciaba la gris pelambrera de la cabeza. De súbito, una algarabía que iba en
aumento lo devolvió de su ensoñación matinal.
Jorge era el más reacio de todos. Por aquel entonces era un
joven de unos dieciocho años, arrogante y fuerte como una mula. Sus padres eran
dos humildes campesinos que hubiesen querido darle unos estudios, para lo cual
trabajaban como animales de sol a sol, ahorrando hasta los extremos más
insospechados. Pero Jorge tenía claro que no quería estudiar, que su vida era
el pueblo. Así es que cuando tuvo que decidir entre marchar a la ciudad o
seguir con la vida campesina que sus progenitores llevaban, optó por esto
último. Esta rebeldía no fue comprendida por su madre. Su padre, simplemente,
creyó que su hijo había enloquecido. Sobre todo cuando escapó una noche de
verano. Se pasó dos días escondido en el bosque, alimentándose de bayas, raíces
y pequeños roedores que se comía crudos. Para beber, tenía la facilidad de los
múltiples manantiales que brotan por aquella zona. Su padre, que daba estas
explicaciones a los vecino, no realizó batidas en su búsqueda porque sabía que
era un capricho del muchacho, que por aquellos entonces tenía doce años, y
porque sabía que su hijo podía sobrevivir sin peligro alguno allí dentro a
solas. Cuando reapareció, traía un semblante rubicundo y feliz, sus ropas no
estaban sucias y parecía que venía de un hostal a gastos pagados que de vivir
bajo el abrigo de los pinos. Su padre no le preguntó. Su madre le sirvió la
cena como si tal cosa. Al día siguiente, se levantó a la misma hora que ellos y
marchó al campo a ayudarles, ganándose el pan como uno más.
-Yo pienso que todo esto es una locura. No sé por quién ha
sido ideada, pero te aseguro que no es de cuerdos ir a cazar a un tipo que vive
solitario y al que se le ha colgado el sanbenito de asesinato cuando no hay
ninguna prueba concluyente que lo culpabilice. No entiendo por qué todo tiene
que ser tan ruin en este pueblo. Es un tipo normal, con mala suerte, pero que
muy mala, porque que te ocurran tantas desgracias juntas y seguidas en tan poco
tiempo solamente puede pasarle a alguien a quien el azar le ha dado la espalda.
¿Pero asesino? ¿Y de niños? Venga ya, eso no hay quien se lo crea. Y lo peor de
todo es que cuando todos se den cuenta ya será demasiado tarde: lo matarán,
pensarán que el fin ha llegado y, por desgracia, comprobarán que siguen
desapareciendo niños y que él era inocente.
-Y todo eso, ¿por qué no lo has dicho en las reuniones?
-Porque el capullo ese de Íñigo los tiene a todos embelesados
con su piquito de oro.
A Jorge le gustaba leer. Pocos conocían esta afición del
muchacho y esto se debía a que debido al origen humilde de su familia, era
lógico que en su casa no abundaran los libros. En efecto, así era: una biblia
heredada era el único ejemplar que se podía hallar en aquella casa. Sin
embargo, Jorge, pese a su altivez con todos, guardaba una estrecha relación con
el poeta del pueblo, un solterón de edad indefinida que albergaba en su casa
más libros que todas las bibliotecas de todos los pueblos de doscientos
kilómetros a la redonda. Este poeta, que ganaba todos los años los juegos
florales al tener competidor digno en el pueblo, le prestaba volúmenes de
novela y poesía y guiaba a Jorge en sus lecturas, despertándole con cada nuevo
libro mayor interés y pasión por ese gusto nocturno que consumía a la luz de
una vela en su cama.
-¿Y qué harás mañana?
Esa era la gran pregunta que le rondaba la cabeza desde el
día en que se propuso dar fin a Ramón: ¿qué hacer? Si se negaba, iría en contra
de su pueblo y, lo que era peor, quizá lo tachaban de traidor o cobarde; si
accedía, se dejaba llevar por la ira general, ira desmesurada e irracional,
pese a que todas las iras son irracionales y desmesuradas, y acabaría actuando
en contra de sus principios y sus verdades, esos principios y verdades más
íntimos que lo obligaban a actuar con caballerosidad y honor. La dicotomía era
tremenda para un alma joven que hasta el momento solamente había tenido dos
grandes dudas en su vida: trabajar o estudiar, callar o expresar su amor a
Albertina. Y además, le quedaba una tercera opción, aunque derivase de la
segunda posibilidad: avisar a Ramón del brutal y mezquino ataque mortal que iba
a recibir. Esta opción era la menos factible, pues en caso de que se averiguase
que había ayudado al demonio, tal y como lo denominaban, podía darse por
desterrado de por vida del pueblo. No temía él tener que abandonar esas tierras
salvajes, pero sí tener que marcharse sin Albertina.
La conocía desde pequeña y, sin embargo, jamás se había
fijado en ella.
En la escuela era una mocosa a la que sacaba más de un palmo
y que siempre estaba llorando porque echaba de menos a su mamá.
Luego, los años fueron pasando como quien ve llover y no se
moja, y de repente la naturaleza hizo el resto.
Llevaban un año de novios y pocos lo sabían aunque mucho se
lo imaginaban.
Con una tranquilidad pasmosa se encaminó a la parte trasera
de la casa y atrancó la puerta. Después, cerró las ventanas a cal y canto,
protegiéndolas con las batientes de madera que jamás había usado. Se dirigió
luego hacia el porche, siempre acompañado de su inseparable lobo, y oteó la
multitud que se aproximaba. Armados con palos, horcas, escopetas y hasta de
escobas, los que un tiempo atrás fueron sus vecinos e incluso amigos, se
aproximaban con gritos feroces y arengas que clamaban venganza. Encabezaban el
grupo Íñigo y el señor cura, el primero con una estaca inmensa de madera y un
trabuco a modo de bandolera, el segundo empuñando una enorme cruz de la que
pendía un rosario. No lo podía distinguir bien, pero sus labios parecían
moverse como si estuviese orando por el alma que iban a arrancar violentamente
del cuerpo del que era propietaria. En realidad, él se había convencido a sí
mismo que era un acto de fe aquello en lo que estaba colaborando: Dios lo había
escogido a él para, como siervo y representante de Su Supremacía, terminar con
la representación del Mal que en ocasiones aparecía en la Tierra.
El grupo frenó cuando estaba relativamente cerca de la casa.
La pregunta que rondaba por encima de ellos y que nadie se atrevía a formular
en voz alta era: ¿y ahora qué?
Cerraba el grupo Jorge, con un rifle en la mano y un
cigarrillo liado en la otra. Andaba desanimado y desganado, dejándose llevar
por la inercia. Cuando habían abandonado el pueblo, había mirado hacia la casa
de Tina A través de los visillos había divisado su mirada cálida y apenada, que
le mandaba un mensaje de rebeldía y precaución. Se reconocía un insensato y un
malnacido. Sin embargo, por el momento, no podía hacer nada más: acompañar a
todos los hombres del pueblo, resignarse y fingir. Por el momento.
-Dejadme adelantarme a mí, para que bendiga el terreno que
vamos a pisar y nos favorezca- anunció el señor cura dando un paso al frente.
Todos consintieron, algunos por creerlo conveniente, otros
porque temían de veras acercarse más a esa casa del mal.
-¿No es peligroso?
-Es el señor cura –tranquilizó Íñigo. -Dios está con él y ni
el mismo demonio es capaz de enfrentarse al Señor.
Todos contemplaban cómo se arrodillaba frente al porche
elevado por dos escalones de madera y rezaba mientras mantenía alzada la cruz
de oro, que brillaba con fulgor debido a los primeros rayos de sol que la
acariciaban.
Yo presentía que algo no marchaba bien, que se estaba
mascando una tragedia, que estábamos entre todos contribuyendo a desencadenar
un torbellino infernal del que ya no podríamos evadirnos nunca más. Y creo que
no fui el único que pensó aquello en aquel momento, mientras los latinejos del
señor cura seguían retumbando por las laderas y el eco los repetía
rutinariamente, como algunos discursos oficiales. Años más tarde algún vecino
me lo confirmó.
Todos nos percatamos menos él, el interesado. Todos
enmudecimos mientras su voz seguía la retahíla de palabras sagradas que nos
debería abrir el camino a la reconquista de nuestra libertad y la verdadera
religión. Nadie gritó ni chilló, todos fuimos responsables porque nadie le
avisó. En nuestro fuero interno, quizá para aliviarnos, al menos yo, pensamos
que la ayuda era imposible y que cualquier intento hubiese sido en vano. Ahora
ya no sé qué creer. Bueno, sí: lo que mis ojos vieron.
La mancha surgió de la puerta principal, que se entreabrió lo
suficiente para que pudiese salir. Veloz como un rayo, atravesó la escasa
distancia que había entre él y el hombre postrado en el suelo; el señor cura ni
se enteró, ensimismado en sus plegarias y con la vista hacia el suelo; el ser
era rápido y silencioso, muy silencioso. Lo primero que arrancó fueron las dos
manos que sostenían el crucifijo. Un quejido desgarrador inundó los campos.
Cayeron esas dos manos en el suelo como dos palomas abatidas por el certero
disparo del cazador curtido. Después las
dos miradas se cruzaron un segundo, solamente un segundo, el suficiente como
para entender ambos quién era el ganador y quién el perdedor. Luego, le
destrozó el cuello apasionadamente y cuando ya sus fauces estuvieron manchadas
del carmín de la sangre eclesiástica, abandonó el lugar al trote. Un disparó
desviado y que ni de lejos resultó amenazador para el lobo lo paró cuando casi
llegaba a la puerta. Se giró ceremoniosamente y nos lanzó un aullido que jamás
olvidaré. Paco, el carpintero, que era quien había ejecutado tal pifia de tiro,
creyó que moría en aquel mismo instante. Gracias a Dios, el animal se metió en
la casa y la puerta se cerró.
Él no lo había azuzado. Nadie lo creería, pero era la verdad.
Había entreabierto la puerta con vistas a echar una ojeada a la que se le venía
encima, para vigilar los movimientos de ataque que iba a recibir y así,
consecuentemente, preparar una defensa idónea, si es que la había. Había sido
todo cuestión de milésimas de segundos: el animal se escabulló ágilmente y fue
directo al objetivo. Parecía que ya tenía meditado el objetivo, puesto que no
dudó ni un solo instante: corrió, desarmó, mató y regresó. Misión cumplida y ya
está. Veloz y eficaz.
Tampoco riñó al lobo. No lo felicitó, por supuesto.
Simplemente, lo dejó entrar, atrancó la puerta esperando, ahora sí, un
contraataque definitivo e impetuoso, y le acarició la cabeza más a modo de
despedida que de felicitación.
-Nos has sentenciado a muerte, amigo- le dijo.
El animal lo miraba
impertérrito y él comprendió:
-Tienes razón: ya lo estábamos desde el principio.
Jorge se erigió en el valiente que se atrevió a recuperar el
destrozado cadáver del señor cura. Íñigo lo miró con odio y envidia, pues
pronto despertó las admiraciones del resto que lo contemplaban como si hubieran
presenciado una aparición divina. Ninguno de los allí presentes hubiera tenido
las suficientes agallas para acercarse tanto: si ya antes lo temían por el mal
que irradiaba la casa, más ahora que el lobo había atacado tan brutalmente al
más inocente de los que conformaban el grupo.
Lo cogió del brazo sano y se lo cargó sobre la espalda, sin
ascos a la sangre, poca ya, que le comenzó a chorrear por el cuello y los
brazos. Con pasos lentos pero firmes se fue acercando hasta un pequeño grupo de
cuatro hombres que se habían adelantado unos pocos metros a los demás. Esto
también molestó a Íñigo: allí el jefe natural era él. ¿Por qué osaban todos
sobresalir sobre su figura? Estos cuatro cogieron en volandas el cuerpo sin
vida del señor cura y se marcharon afligidos y circunspectos, cual cofrades que
tienen la responsabilidad y el orgullo de llevar sobre sus hombros la imagen de
un santo mártir.
Justo cuando la ira de Íñigo llegaba a su máximo nivel y
estaba a punto de dar la orden de ataque sin reservas, un viento huracanado e
imprevisto surgió de la nada. Frío y violento. El sol todavía reinaba en el
cielo durante el primer soplo, pero al segundo aparecieron de repente unos
nubarrones negros que dejaron el día oscuro como la noche.
-Dios nos castiga, Dios nos castiga, Dios nos castiga... –lloriqueaba
el más jovenzuelo.
-No es Dios: es el mismo Diablo –le respondía el más
creyente.
Atónitos, se reunieron más compactamente, atemorizados no ya
del fuerte viento que mecía ramas y árboles a su antojo, sino también de los
rayos que parecían atacarles, cayendo a su alrededor como tachas que se
clavaban en la rocosa tierra y formaban agujeros de fuego y pánico.
-Pero... ¿qué cojones es esto? –gritó Perico.
Tina se asustó de veras en cuanto vio esa extraña conjunción:
la llegada de un cadáver y el repentino oscurecimiento. Más temió lo primero
pues el corazón casi se le para al pensar que podía ser Jorge la primera
víctima de aquella loca empresa, aunque al descubrir que finalmente era el
señor cura, suspiró pecaminosamente de alivio. No obstante, no tuvo tiempo de
tranquilizarse del todo, pues una granizada que ni los más viejos del lugar
recordaban, azotó el pueblo y sus contornos.
Los más inteligentes corrieron al bosque, a intentar
resguardarse de los pedazos de hielo que como puños empezaban a caer mezclados
con otros de tamaño más natural; los más idiotas, se taparon las cabezas con
sus propias manos inútilmente, pues pronto fueron lastimadas y heridas estas, y
al quedar descubiertos sus melones, pronto se abrieron mortalmente la mayoría
de ellos, pues empezaron a recibir tremendos golpetazos que los dejaron muertos
o medio muertos; los más astutos, que fueron menos, siguieron por instinto a
Jorge, que se internó por una zona del bosque a la que nadie jamás se le habría
ocurrido ir. Este sabe, este sabe, pensaban aquellos que iban tras él. Y no se
equivocaron: detrás de unos matorrales, como por arte de magia, surgió una
pequeña cueva en la que todos se refugiaron aliviados mientras veían cómo
morían algunos de sus amigos y vecinos.
La tormenta duró de piedra huracanada duró cinco minutos que
fueron cinco siglos. Apenas amainó y un débil rayo de sol apareció cual bandera
blanca, las mujeres salieron en estampida en busca de noticias sobre sus
maridos, hijos o hermanos. Entre ellas, Tina, que tenía el cuádruple
desasosiego: su abuelo, su padre, su hermano y Jorge.
El espectáculo que se encontraron fue dantesco: muertos
desfigurados y embarrados, tirados en el suelo, pareciendo más muñecos
destripados que seres humanos, heridos con la cabeza abierta, moratones en
brazos, piernas y espalda, manos magulladas y ojos reventados, algunos
escupiendo dientes o restos de dientes, tal vez pedazos de lenguas, otros sin
uñas ni orejas, con agujeros en carne viva tan profundos como un pozo sin
fondo, y gritos, muchos gritos y desconcierto.
Algunos de los muertos estaban irreconocibles; algunos de los
gravemente heridos, también, pero a estos se les podía identificar por sus
respectivos quejidos y ayes y peticiones de auxilio.
Al tiempo que llegaron ellas, surgieron de los bosques el
resto, la mayoría incólumes, una minoría con heridas superficiales y de poco
valor.
-Rápido, al pueblo, al pueblo. A darles las primeras curas
–ordenó Íñigo, que de nuevo se había alzado en la cabeza dirigente y pensante
Y todos obedecieron entre lágrimas y pesares.
Ramón no entendió pero agradeció. ¿A quién? Eso solamente lo
sabe él.
Lo había contemplado todo desde una rendija de una ventana.
Sintió pena y odio, dos sentimientos confusos y barajados por una extraña mano.
No se alternaban, sino que se daban simultáneamente. Eran dos siameses con el
irrazonable despropósito de ser uno bello y el otro horrendo.
El ejército derrotado sin haber entrado en guerra se retiraba
ante sus ojos. El lobo aullaba, dos veces, dos largos aullidos que
estremecieron a los últimos que abandonaban el campo de batalla y provocaron
que sus pasos se aceleraran notablemente.
No entendió pero agradeció. Y el mismo suspiro que el de Tina
nació allí también.
El dolor aumenta si todo acaba. El dolor aumenta si te
aprietan justo en el punto donde duele. El dolor aumenta si es dolor de verdad.
El dolor nace y crece y se expande y tarda en morir. El dolor busca debilidades
y las encuentra. El dolor es sabio, demasiado sabio. El dolor tiene garras y
araña, tiene dientes y muerde, tiene pies y pisotea, no tiene corazón. El dolor
no grita pero provoca gritos. El dolor es inmisericordioso. El dolor saca la
lengua. El dolor es un ladrón de felicidad. El dolor tiene un nombre feo tal y
como se merece. El dolor escupe a la cara y no se esconde. El dolor esconde
mucho dolor. El dolor asusta tanto que él mismo se asusta de sí mismo. El dolor
siempre es virgen. El dolor no mata, pero deja heridas mortales.
Albertina sentía un dolor muy adentro y ni llorando se le
calmaba. Su abuelo y su padre habían muerto y eso no había pomada de amor ni
ungüento cariñoso ni bálsamos mágicos que lo curase. Jamás Jorge la había visto
llorar tanto. Su hermano había perdido una mano –en realidad se le había
quedado inutilizada, pero la lengua es así de macabra y pesimista- y sufría una
paranoia que le provoca vómitos y miedo a salir a la calle. Pero su hermano
podía respirar. Su abuelo y su padre, no.
Los enterraron a todos en una fosa común porque fueron
decenas los muertos y no había tiempo ni material para preparar tanta tumba ni
tanto ataúd. Los hombres más fuertes y más sanos, entre ellos Jorge e Íñigo,
entre los que empezaba a despertar un odio natural, se encargaron de cavar
durante varias horas un inmenso agujero en mitad del cementerio. Parecía el
cráter de un volcán baldío. Ramón los veía trabajar desde su casa tomándose una
copa de vino añejo. Hubiese estado dispuesto a bajar y echarles una mano.
Sabía, sin embargo, que era una idea estúpida e insensata si lo que pretendía
era alargar al máximo su vida. Hubo muchas viudas y muchos huérfanos y muchas
huérfanas y muchas madres que gritaron de dolor y rabia, sin comprender nada.
El poeta hubiera querido decirles que ante la muerte no hay nada que
comprender: es así y ya está. Naturalmente, se mordió la lengua y se guardó sus
brillantes pensamientos para un cuaderno donde escribía retazos literarios que,
pensaba él, algún día lo llevarían hasta el altar de los genios de las letras.
La que más lloró fue Tina, la pobre Albertina, que quedaba
con un hermano inválido mental, una madre más muerta que viva y un futuro
nublado como sus dos ojos herbívoros.
Durante tres días se guardó un luto no oficial mas riguroso.
Al cuarto, en la taberna, se retomó la cuestión palpitante, como ya se dijo
alguna vez refiriéndose a otros menesteres.
-Propongo pedir auxilio al ejército.
-Venga ya... ¡Que es un hombre!
-¡Y un lobo!
-Y menudo lobo...
-¿Y por un hombre y un lobo vamos a ser gallinas que claman
socorro al ejército? Prefiero desertar y desterrarme antes que sufrir tremenda
vergüenza.
La conversación seguía por esos ramales y nadie daba un paso
al frente. Todos esperaban que bien Jorge, o bien Íñigo, tomaran la palabra,
cada uno en una esquina de la barra de madera de roble, y dirigieran a ese pueblo
perdido y necesitado de un Moisés.
-¿Y si le pidiéramos que se fuese?
-¿Acaso no era lo que estaba intentando hacer el señor cura
cuando el bicharraco ese lo destrozó?
-El señor cura estaba rezando e invocando a todos los santos,
no estaba manteniendo una conversación serena y fructífera con él.
-Con el demonio no se habla: tiene sus mañas para
engatusarnos.
-¿Y de verdad creéis que es el demonio?
-¿Cómo te explicas lo de la tormenta y el granizo?
-Casualidades de la vida.
-Tiene razón. Además, ya no han vuelto a desaparecer...
No pudo terminar el argumento:
-¡Venid todos! ¡Corred!- les avisó el hijo mediano del
médico. -¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Pero ahora ha aparecido!
La iglesia era un pequeño edificio de piedra construido hacía
ya un siglo. Estaba formado por la nave principal, alargada y estrecha, repleta
de bancos de madera; el presbiterio elevado desde cuyo altar de piedra hasta
hacía cuatro días había sermoneado y guiado el señor cura a su rebaño, con su
enorme crucifijo y un viejo retablo al fondo; un confesionario a mano derecha,
una sacristía a mano izquierda, el primero en mitad de la nave, la segunda
cercana al confesionario, y al fondo una puerta de madera que daba a la
vivienda del señor párroco, conformada por una pequeña cocina, un baño y una
habitación austera. Sin embargo, lo que más enorgullecía al pueblo era su
campanario, el más alto de la comarca, un antebrazo duro y fuerte que
proclamaba con sus campanas las dichas y las penas: todas las novedades pasaban
por su diente vibrante y límpido. Su acceso era por dentro de la vivienda del
señor cura y una estrecha escalera mohosa y sucia llegaba tras una larga subida
hasta “La Graciosa”, como la habían bautizado a la campana.
Justo de ella colgaba una cuerda inaudita, atada a su melena
con un nudo portentoso, mientras que en el otro cabo otro nudo agarraba desde
los tobillos el cuerpo sin vida de un pequeño de cinco años. Estaba degollado y
su sangre reptaba hacia abajo por la pared fría, buscando el calor de la tierra
que se lo comería en breve.
Una pequeña pero intensa misiva había llegado a manos del
arzobispo. En ella, con trazo firme y vocabulario preciso, se narraba la
desdicha que al señor cura don Manuel le había acaecido: muerte violenta a
manos de un ser salvaje enviado por el mismísimo Satanás. Sonrió su señoría
mientras saboreaba el calor de un chocolate imprescindible en su dieta
matutina. Cosas de paletos. Demonios, demonios. Si hubiese que hacer caso a
cada carta que le llegaba y que planteaba tan cúmulo de sandeces, habría más
diablos aquí que en el mismo Infierno. A cualquier suceso trágico le daban el
matiz de sobrenatural estas gentes analfabetas. Sorbió otro poco, pues así era
como mejor degustaba su chocolate: a traguitos cortos. Enviaría un par de
emisarios para que redactasen un informe y tranquilizasen a aquella gente y
arreando que es gerundio.
La psicosis se apoderó del pueblo.
-Yo no me fío de nadie. ¡Ni de mi sombra!
-¡Ni de tu sombra yo tampoco!
Todos querían creer en el mismo origen para todas aquellas tragedias
y desgracias, cuyo carácter macabro aumentaba tal y como el número de las
mismas se disparaba. Si antes solamente había muertes y desapariciones, ahora
se presenciaban ataques mortíferos o muestras crueles de ensañamiento con
niños. ¿Hasta dónde podía llegar esa loca pesadilla?
Ya hacía ocho días que Jorge no había vuelto a ver a Tina.
Desde el entierro de su padre y de su abuelo, donde la había visto más luctuosa
y destrozada que nunca. Aquel día se había encerrado en su casa y nadie había
entrado más en ella. Solamente su madre salía a realizar los recados más
necesarios y apenas saludaba o contestaba con monosílabos. Además, tras el
horror del campanario, la mayoría de habitantes se habían retraído en sus
hogares y apenas pisaban las calles. La taberna había perdido a muchos de sus
clientes y las calles y plazas del pueblo estaban desiertas a casi cualquier
hora del día. Aquello parecía un pueblo fantasma realmente. El miedo se estaba
haciendo dueño de aquel lugar.
A Ramón le extrañó tanta calma. Pensó que tras los sucesos
del lobo y del granizado caerían sobre él con más saña y odio que antes. Sin
embargo, todo parecía extrañamente tranquilo. Además, dos días después del
entierro masivo y conjunto, otro nuevo entierro había divisado desde su posición
privilegiada. Esta vez, menos concurrencia y más contención, como si fuese una
muerte más prevista. Pensó que sería algún anciano del lugar, que ya llevaría
acarreando alguna larga enfermedad y cuyo fin era cuestión de tiempo, como todo
y como todos.
Aquella noche todos, incluso Ramón, lo oyeron y lo sintieron.
Los despertó pasada ya la media noche. Nadie pudo ver nada, bien porque algunos
no se atrevieron ni a asomarse por las ventanas, bien porque la noche era
oscura cual aceituna negra. Al principio fue como un rumor de cascos, un
golpeteo metálico y seco contra el suelo. A continuación, a medida que el ruido
iba en aumento, un temblor suave que se fue adueñando de paredes y tabiques y
tierra, para ir desplazándose por cualquier objeto: mesas, cuadros, jarrones,
camas... Hubo un instante en que pareció que un volcán se iba a abrir bajo sus
pies y cuando la tierra se abriese se los engulliría a todos, sin dejar rastro
alguno del pueblo que existió. De pronto, incluso entre las rendijas de puertas
y ventanas que estaban cerradas a cal y canto, se coló un fulgor azulado
acompañado de un sonido agudo y molesto, casi sangrante, que se les clavó en
los oídos a todos, incluido animales. Y cuando pensaron que sería eso y no el
volcán o terremoto el que acabaría con ellos, llegaron de nuevo el silencio y
la oscuridad reinantes.
Nadie dijo nada, todos disimularon ante todos. Lo
silenciaron.
Solamente el lobo, a partir de entonces, se despertó todas
las noches a la misma hora en que sucedió esto. Abandonaba los pies de la cama
donde dormía Ramón y cruzaba la casa en busca de la puerta principal, que
permanecía abierta por un resquicio por si el animal necesitaba salir. Una vez
plantado en el porche, lanzaba un aullido que estremecía.
Los emisarios del arzobispo llegaron un domingo por la tarde.
Ese mismo día, por la mañana, Íñigo se presentó en casa de Albertina y pidió
hablar con la madre. Ofreció educadamente su mano derecha a la señora mientras
en la izquierda mantenía aferrado con fuerza un misterioso papel.
Anduvo el resto del día cabizbaja y pensativa, muy pensativa.
No habló con su hija ni subió a visitar a su hijo, que descansaba en su cama
absorto a todo lo que ocurría a su alrededor desde aquel fatídico día. Se tomó
un té y un par de galletas caseras a solas, puesto que Tina no bajó a
acompañarla como otras tardes. Esa chiquilla estaba tan distinta... Ya no tenía
ni ganas de ver a su novio... ¿Cuántos días hacía que no salía de casa ni se
veían? Había perdido la cuenta... Pero es que hasta ella misma iba distraída y
como en una nebulosa que le impedía seguir con su anterior normalidad. Mejor
que hubiese habido un cambio, así, brusco, porque sería mejor para todos... Y
más después de haber leído ese papel... Ese papel comprometedor que había firmado
su desdichado Luis... ¿Por qué lo haría? ¿Para dejar colocada a su única hija
en caso de...? Ay, Dios mío, cómo explicárselo a ella, cómo...
Le doy una semana, señora Alberta, le había dicho con
amabilidad Íñigo. Pasado ese lapso de tiempo, si usted no la informa, lo haré
yo personalmente. Aunque tenga que pregonarlo mediante un bando.
Uno era alto y espigado, el otro bajito y redondo; ambos
tonsurados, aunque uno rubio y otro pelirrojo; el primero, casi sin nariz,
mientras que el segundo parecía tener dos; ambos con miradas incriminatorias y
oscuras, pozos de tinieblas o lunas nuevas; vestían con los atuendos propios de
los dominicos; andaban con pasos cortos y rápidos, como si fuesen a cámara
rápida, pero no denotaban cansancio ni sudor; cuarenta uñas negras y dos bocas
resecas, con sus labios belfos y agrietados bajo un incipiente bigotillo en
uno, dentro de una tupida barba en el otro.
Se plantaron en mitad de la plaza y se extrañaron de la
soledad y el silencio que predominaban. Uno tosió porque le picaba la garganta,
el otro creyó que era una forma de llamar la atención para que se presentase
alguien y tosió más fuerte e
intencionadamente, de forma tan teatral que el primero se le quedó mirando
entre sorprendido y recriminante, pues no se debe fingir jamás porque el Señor
lo ve todo y lo sabe todo.
Pasaron los minutos y nadie aparecía. El punto decidió gritar
y esta vez el otro no se lo reprochó de ninguna manera. Decenas de ojos se
asomaron en las ventanas y pronto estuvieron rodeados por la gran mayoría de
los habitantes.
Se alojaron en la habitación del difunto señor cura y al día
siguiente ofrecieron una misa en homenaje a los difuntos. Todo el pueblo dejó
sus menesteres y acudió: era la primera vez desde el día del entierro común que
salían todos y las calles se volvían a llenar. Algunos acudieron por
imposición, otros aliviados porque pensaban que su salvación había llegado con
el advenimiento de esos dos enviados.
Durante la misa, Jorge buscó con la mirada a Tina, Tina
mantuvo la vista fija en los dos dominicos, Íñigo buscaba tanto la mirada de
Tina como la de su madre, y doña Alberta se mantuvo con los ojos cerrados.
Esa misma tarde, de nuevo todos se reunieron en la plaza del
pueblo. Los dos frailes se elevaron subidos en la fuente de piedra y tomaron la
palabra.
El demonio, el demonio. Palabra con la que se nos llena la
boca y que en la mayoría de casos encierra el fanatismo, la inopia o la
incultura. El demonio, el demonio. Todos los males creemos que son del demonio,
y es cierto, pero no podemos creer que cada jarrón que se resbala es
consecuencia de la mano del Maligno. Hay gente malvada, mucha, más de la que
imaginamos. Se esconden como harpías y como harpías nos atacan
subrepticiamente, pero no son demonios, por favor. Son burdas imitaciones del
Mal, así, con mayúsculas. Distingamos entonces entre males menores y males
mayores. ¿Los sabemos discernir? Vosotros, por supuesto que no. Nosotros, sí. Y
para eso hemos venido desde tan lejos: para tranquilizaros. En efecto,
tranquilizaros, porque todo parece indicar que lo que hay aquí es mal menor: un
loco con la suerte de lado y un rebaño asustado con la suerte en contra. Eso es
todo. Nada parece que sea lo contrario. Habría señales desde nuestra llegada,
porque el Demonio sabe cuándo llegan los verdaderos emisarios de Dios para
combatirlo y eliminarlo con tenacidad y sin temor. ¿Y qué ha ocurrido desde que
llegamos hace ya veinticuatro horas? Nada. Eso es: nada. ¿Por qué preocuparse
entonces? Mañana iremos a hablar con ese hombre... Nosotros ni le guardamos
rencor ni nos provoca miedo. Y cuando salgamos de allí podremos con total
claridad informaros de la verdad. Así que... Id en paz, hijos, y no temáis al
Diablo porque el escudo y la espada de Dios están entre vosotros.
Aquella noche todos durmieron tranquilos. Todos menos doña
Alberta, que seguía rumiando la mejor manera de dar la noticia a su hija. Y
todos menos Ramón, que se desveló a media noche y se preocupó cuando el lobo
miraba fijamente por la ventana hacia el pueblo, tan en alerta como un
centinela cuando presiente que el ejército enemigo se aproxima a sus
trincheras.
Una carta es siempre una pequeña propiedad privada.
Publicarla sin permiso está penado con la muerte o la más horrible de las
penas: la soledad carcelaria en un calabozo siberiano, donde arrepentirse de
por vida de haber cometido tal sacrílega publicación. Una misiva es personal y
solamente necesita un emisor y un receptor, nadie más. Toda epístola guarda
información unipersonal y unidireccional. Los entrometidos que husmean en busca
de carroña deberían ser castigados con el corte sin miramientos de sus largos y
asquerosos hocicos.
Una carta puede sanar o matar, herir o curar, romper sueños o
crear mundos, provocar insomnio o pesadillas, esperanzas o desdichas. Una carta
es un cielo y un infierno, dos piedras o dos diamantes, cien años más de vida o
cien años más de muerte lenta.
Una carta es un papel, pero como dice el poeta, puede hacer
sangrar; también puede inventar sonrisas.
Una carta llegó a manos de Jorge aquella mañana. Una carta
dirigida a él. Una carta breve y concisa. Decía lo importante y se dejaba de
vaguedades y circunloquios huecos que, si bien endulcoran las malas nuevas,
alargan insoportablemente la agonía de la verdad.
Quiso no creer pero creyó. La arrugó con odio y luego la
desdobló para releerla. Se odió y se mordió los puños. La volvió a arrugar y
con una ira indescriptible la lanzó contra las llamas que bailaban en la
chimenea hogareña. Subió a grandes zancadas a su habitación, se tiró en la cama
y lloró largas horas como un crío al que le acaban de decir que los Reyes Magos
no existen, que papá y mamá han muerto, que el amor es mentira.
La carta iba firmada por doña Alberta.
Se plantaron ante la cerca abandonada y casi podrida que
rodeaba los terrenos que circundaban la casa de Ramón. El día era soleado y ni
una solitaria nube manchaba ese lienzo marino y perfecto que era el cielo. Por
el horizonte ya se oteaban las aves que empezaban a buscar cobijo ante la
próxima noche fría. El viento era fresco y suave, aunque parezca imposible.
Movía las pequeñas ramas de los árboles y más parecía que las acariciara que
las azotase.
Los dos dominicos estaban tranquilos. Abrieron la pequeña
puerta de madera endeble y ennegrecida y cruzaron por el sendero asilvestrado y
yerto que conducía a la morada del mal, como la habían bautizado algunos de los
vecinos.
A su alrededor, todo estaba dejado de la mano de Dios, o del
Demonio: tierras sin cultivar, aliagas que se habían adueñado de todo, árboles
sin podar y restos de ramas rotas y árboles caídos que tetrificaban todavía más
aquel paraje tan temido.
Caminaban al unísono, siguiendo un mismo ritmo pesado por la
cuesta que les quedaba hasta llegar a lo alto de la colina, donde imperaba
aquella casucha que aparentaba sencillez e inocencia. No hablaban entre ellos,
cada cual inmerso en sus pensamientos, váyase a saber en qué piensan dos
santurrones si no es en la Divinidad y su Benevolencia.
Se pararon frente a la puerta, suspiraron los dos a la vez, y
el más alto llamó con suaves golpes de nudillos a la madera.
El contenido de la conversación que mantuvieron con Ramón
nadie lo sabe y será un secreto que los tres se llevarán a la tumba. El tiempo,
sí: dos horas. Mucho impertinente que se mete en lo que no le toca, o si le
toca, se mete incluso demasiado, vigiló y espió la duración del coloquio. Dos
horas, dos horas, coincidieron todos los marujones y las marujas, que de todo
hay en la viña del Señor.
Cuando regresaron a la plaza del pueblo, ya oscurecido, todo
el pueblo los esperaba.
-¿Y qué? ¿Y qué?
Ambos se miraron con cierta complicidad y dijo el más bajo:
-Es un santo. ¡Un santo! El mal, si existe, proviene de otro
sitio. Pero ese hombre... ¡es un santo! Merece admiración y devoción, en vez de
resentimiento y odio y miedo.
La luna no lo acompañó la noche que se escapó. Saltó de la
ventana y con un macuto en la espalda, dentro del cual guardó aquello que
precisó que necesitaría de allí en adelante, se alejó del pueblo furtivamente
como un ladrón o un zorro, o las dos opciones combinadas según gustos. El roto
corazón de Jorge marchó para no volver y no ver lo que sus ojos no deseaban ver
ni creer.
Pasaron los días y un rumor estúpido comenzó a propagarse por
el pueblo. El Mal había desaparecido casualmente el mismo día en que Jorge
había abandonado el pueblo. ¿Y si él era el auténtico Mal? Todos recordaban
aquellos días en que había desaparecido misteriosamente y luego había
regresado. ¿Había sido raptado por brujas? ¿Había pactado con el mismísimo
Satanás? ¿Qué extraños y maléficos poderes había adquirido para, de repente,
volver y castigar de tal manera a su pueblo? Todos los datos coincidían e
incluso se inventaron historias para corroborar el pensamiento único que iba
solidificándose: los perros le huían, una vez le brillaron los ojos de un
misterioso color rojos, no quería atacar a Ramón y quizá era por remordimientos
hacia aquel santo varón pues el verdadero culpable anidaba dentro de su pecador
cuerpo, le habían oído cierta noche murmurar unas palabras en un idioma muy
pero que muy raro y tenebroso...
Ya no había dudas o,
mejor dicho, la duda se plantó en aquel pueblo. ¿Y si Jorge era el demonio y
había huido con la llegada de aquellos dominicos?
Dos meses y medio más tarde, Íñigo y Tina se casaron. Él
apuesto y alegre, con una sonrisa triunfadora y un orgullo vomitivo; ella
seria, demasiado seria, y aquel día estuvo mucho más fea de lo que ninguno la
habíamos visto nunca. De hecho, a partir de aquel momento, cuando salió de la
iglesia a la que mandaron un nuevo señor párroco, se volvió más fea y seria,
como con una bala de plomo en la garganta, y se cambió el nombre a Alberta,
como su madre.
Pasaron los años y un hermoso día de verano Ramón apareció en
el pueblo y se tumbó en mitad de la plaza del pueblo. Extrañados y temerosos,
nadie se atrevió a acercarse ante aquella visión que hacía tantos años que no
habían vuelto a ver. Estaba muy raído y demasiado envejecido para su edad.
Todos hicieron un corro a una distancia prudente hasta que apareció el señor
párroco y con paso decidido se acercó a él y lo auscultó.
-Este hombre está muerto.
Lo enterraron a pocos metros de su casa y pronto corrió la
voz por toda la comarca de que aquella casa era un santuario y que se curaban
las enfermedades más mortíferas. Empezaron a acudir gentes de todas partes y
entre un cojo que se marchó entre saltos de alegría, un ciego que dijo poder
distinguir algunos colores y otros pequeños milagros, su fama creció como la
espuma y muy pronto se convirtió aquella casa de la colina en un centro de
peregrinación al que acudían tanto curiosos como devotos.
El lobo había desaparecido el mismo día del entierro de su
amo.
Todos los domingos una hilera de hormigas creyentes o
enfermas desfilaba por el sendero que conducía hasta la casa y ante la puerta
dejaban velones encendidos y rezaban plegarias por muertos, por vivos y por
vivos que estaban más muertos que vivos. Viejas, jóvenes, niños, matrimonios e
incluso monjes y monjas se acercaban a aquel lugar en silencio y con un hálito
de esperanza en sus almas.
Desde su ventana, envejecida, fea y seria, Alberta observaba
a los peregrinos y suspiraba tristemente, echando en falta los días del
Maligno.
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